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Antonio Papell

Compañeros de viaje del soberanismo

No es ninguna locura engarzar este dislate rupturista a punto de eclosionar con la soberbia con que José María Aznar trató a Cataluña durante su segunda legislatura

El conflicto catalán que apunta al estallido del 1-O, de consecuencias imprevisibles incluso para los actores que deben gestionar esta fecha fatídica, es la cima de una espiral muñida por el independentismo, que se ha nutrido de alimentos culturales y políticos propios y también, en no escasa medida, de errores ajenos. Porque no es ninguna locura engarzar este dislate rupturista a punto de eclosionar con la soberbia con que José María Aznar trató a Cataluña durante su segunda legislatura, en la que dispuso de mayoría absoluta (en la primera, ya se sabe, Aznar hablaba catalán en la intimidad).

Con la entrada del actual milenio, la jubilación de Pujol en 2003 dio lugar al tripartito catalán, ya que Esquerra Republicana se había convertido en un actor de peso -la tercera fuerza de Cataluña, con el 16,4% de los votos y 23 escaños, más del doble de los que ya tenía— y no era posible descabalgar a CiU del poder sin su concurso: Maragall había vencido a Mas en votos pero no en escaños (46 de CiU y 42 del PSC). Y aquel tripartito emprendió una reforma estatutaria que debía consolidar la autonomía catalana y resolver algunos problemas con el Estado, agravados como se ha dicho por el presidente Aznar. El resto de la historia es conocida: las fuerzas políticas catalanas buscaron el consenso pero excluyeron al PP, y Rodríguez Zapatero tampoco exigió la participación de la derecha estatal en la reforma de la estructura del Estado que se estaba emprendiendo. El Partido Popular, agreste y montaraz todavía, hizo una sucia campaña contra el nuevo estatuto y lo recurrió ante el Tribunal Constitucional, de forma que esta institución lo desactivó después de que hubiera obtenido el refrendo del Parlamento español y de la Cámara catalana€ La irritación de los catalanes fue la consecuencia natural.

Aquella crisis ha llegado hasta aquí, después de que se descubrieran gravísimos episodios de corrupción que alcanzaron a la familia Pujol y a sectores sensibles de la burguesía catalana. CiU se ´convirtió´ al independentismo y la reclamación secesionistas ha avanzado de la mano de la nueva CiU (PDeCAT es su nuevo nombre), de ERC y de los antisistema de la CUP. La inercia del problema catalán hacia el precipicio se ha incrementado, y hoy ya no hay modo de parar el viaje suicida hacia el abismo, entre otras razones porque este despropósito está siendo hábilmente explotado por el populismo emergente, que, sin ser independentista, ha encontrado en la fractura catalana el catalizador que puede provocar el hundimiento del llamado "régimen del 78".

Por otra parte Colau e Iglesias son partidarios del derecho de autodeterminación y de un referéndum con garantías, por lo que, sin oponerse a este, piensan que no será vinculante. Sin embargo, quieren dejar bien claro su apoyo a la "soberanía catalana", designio que como es natural anima y agrada a los más vehementes soberanistas y deja en precario a las formaciones que invocan la Constitución democrática vigente y el estado de derecho que de ella emana y que concede plena legitimidad a quienes no van a tolerar una insurrección que, se mire como se mire, se parece mucho a un golpe de Estado civil.

Lo que está en juego, en fin, ya no es solo la independencia de Cataluña (que también, a largo plazo), sino la Constitución, la integridad del Estado, el modelo político vigente que hace de España una democracia parlamentaria tan sólida, venerable y respetable como las de Francia, Alemania o los Estados Unidos. Y el apoyo de los populistas a la deriva independentista, cuyas pautas iconoclastas están dictadas por la CUP, tiene un inocultable marchamo bolivariano, por decirlo suavemente. Pablo Iglesias no oculta su desafección hacia el sistema político vigente, que es por cierto el que nos convierte en socios impecables de la Unión Europea y en parte de Occidente según los cánones inalienables del demoliberalismo, y la crisis catalana podría, a su juicio, hacerlo saltar por los aires. Esta es su esperanza. Se ve muy claro.

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