Ya parece inevitable. Todos los puentes de entendimiento que existían han sido volados. El tantas veces anunciado y temido "choque de trenes" entre [los independistas de] Cataluña y el Estado español está a punto de producirse. El resultado, sea el que sea, será muy grave y de dimensiones imprevistas e imprevisibles, tal vez trágicas para Cataluña y también para el resto del Estado. Si las cosas suceden como nos barruntamos, la tensión política se incrementará hasta extremos de violencia —verbal y, posiblemente, física— que ni siquiera queremos imaginar. Ello tendrá, como mínimo, las siguientes consecuencias: en primer lugar, incremento del sentimiento independentista en Cataluña (es decir, del deseo de ejercer el ius secessionis) preñado de odio contra España; en segundo lugar, animadversión y malquerencia de los ciudadanos del resto del Estado contra los "insolidarios" catalanes; en tercer lugar, grave deterioro de la imagen política de España en el extranjero (especialmente si hay heridos o muertos); y, en cuarto lugar, nefastas consecuencias financieras, bursátiles y económicas a causa de todo lo anterior (en este sentido, el Wall Street Journal subraya "los enormes riesgos en juego para las dos partes").

Este grave conflicto entre Cataluña y el resto del Estado es, sin duda, un conflicto de naturaleza política. Así lo han reconocido dos de los padres de la Constitución de 1978 —Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y Miquel Roca Junyent—, al afirmar que se trata de un problema político que solo puede resolverse en dicho ámbito, para buscar seguidamente su encaje jurídico-constitucional. Si se niega esta realidad, queriendo buscar soluciones solo normativas, ancladas en principios que se entienden inmutables (casi como las tablas de la ley del Sinaí), en vez de considerar los preceptos constitucionales como meros acuerdos históricos, fruto de la correlación de fuerzas existentes en un cierto momento político (Lassalle) y, por lo tanto, susceptibles de revisión y cambio, estaremos condenando el problema catalán (y también el vasco) al pudridero y, más pronto o más tarde, al estallido social. El conflicto entre legitimidad democrática, que se invoca desde los sectores independentistas de Cataluña, y legalidad constitucional, que se defiende desde el Gobierno central, tiene una fuerza explosiva que difícilmente se puede exagerar. La contienda está aquí y, pase lo que pase el día 1 de octubre, no va a desaparecer; al contrario, se va a recrudecer. Así están las cosas€

A la vista de la actual situación, creemos que es imprescindible —guste más o guste menos— que los ciudadanos catalanes voten en referéndum sobre su futuro político. Sin embargo, dicha votación no tiene por qué ser una consulta de separación o no de España (como fue la escocesa de 2014), pudiendo ser un referéndum para aprobar un nuevo Estatuto de Autonomía que reconozca todas aquellas reivindicaciones catalanas que puedan incluirse en una generosa Constitución federal, incluso un concierto fiscal similar al vasco o al navarro.

No nos olvidamos, sin embargo, que muchos políticos y comentaristas tienen verdadera alergia (y, al parecer, también temor) a que los catalanes puedan expresar libre y cuantitativamente sus preferencias sobre su modelo territorial. Así, en relación con la consulta absolutamente descafeinada e inofensiva del 9 de noviembre de 2014, una desafiante Victoria Prego recordaba que "el Estado todavía no se ha hecho definitivamente presente en este conflicto, pero son muchos sus poderes e infinita su fuerza, no se olvide". Y, en la misma línea, la entonces líder de Unión Progreso y Democracia, Rosa Díez, pidió la máxima firmeza al presidente del Gobierno, de modo que, si Cataluña da un paso más en esta dirección (esto es, en el proceso de autodeterminación), se aplique el artículo 155 CE y se suspenda la autonomía en este territorio. Sin embargo, ante tanta llamada al Gobierno del Estado para que no le tiemble el pulso para "poner orden" en Cataluña y "meter en vereda" a los independentistas, no nos resistimos a recordar la sabia advertencia de Napoleón Bonaparte sobre las bayonetas: sirven para todo, menos para sentarse sobre ellas.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la UIB