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Antonio Papell

El día después

La prudencia con que el Gobierno, secundado por el PSOE y C's, maneja la cuestión catalana es razonable porque, con toda evidencia, el nacionalismo busca la confrontación, cuanto más dura mejor, que le permitiría cargarse de razón frente a Madrid en un pleito en que muchos catalanes no comparten el ansia de ruptura. Nada sería más gratificante para los independentistas que algún exceso del Estado, que alimentaría su proverbial victimismo. No hay nacionalismo sin enemigo enfrente, y si este actúa con inteligencia, aquel queda fácilmente en ridículo, como está a punto de pasar.

Pero esta evidencia ha de conjugarse con otra: aunque el día 1 de octubre, el nacionalismo pierda la batalla (bien porque no haya urnas, o porque el esperpento impida sacar alguna conclusión política, o porque el Estado haya desmontado de algún modo la pantomima), el día 2 hay que poner en marcha una estrategia política de altura que a corto plazo ofrezca una salida y permita cerrar a largo plazo el contencioso. El caso de Canadá, donde se celebraron no uno sino dos referéndums sobre la autodeterminación de Québec (en 1980 y en 1995), los dos perdidos por los separatistas, es paradigmático: el país ha evolucionado políticamente para dar encaje a un multiculturalismo sumamente complejo que ha resultado ser de una fecundidad admirable (allí había que integrar las culturas inmigrantes muy distintas entre sí con las nativas) y afianzar la idea del Estado canadiense, cada vez más sólida, hasta que ha perdido fuelle definitivamente el nacionalismo francófono de Quebec. Hoy, Canadá, una nación moderna y sumamente activa en el ámbito internacional, receptora de inmigración masiva, es un modelo admirable que avanza atinadamente de la mano de Justin Trudeau, jovencísimo primer ministro que es hijo de Pierre Trudeau, considerado el padre del Canadá moderno.

El secreto del cambio estuvo en que, después de 1995, los canadienses se pusieron en marcha. El gobierno federal, de la mano del ministro de Asuntos Intergubernamentales Stéphane Dion, solicitó un célebre dictamen al Tribunal Supremo canadiense, en funciones de Tribunal Constitucional, que, entre otras consideraciones, negaba a los estados federados el derecho de autodeterminación y establecía que cualquier propuesta de secesión, para ser tomada en cuenta, debía contar con una gran mayoría cualificada en el territorio aspirante y, en todo caso, debería ser negociada por el conjunto de todos ellos en la federación. "Democracia -rezaba el dictamen- no es sólo la regla de la mitad más uno". Aquellas tesis fueron debatidas en una Conferencia Internacional sobre Federalismo en 1999 en la que el entonces presidente de EE UU Bill Clinton dio un gran impulso las posiciones constructivas de Ottawa. Finalmente, aquellas ideas integradoras fueron plasmadas en la ley de Claridad del 2000, que actuó de lenitivo con respecto al problema y pacificó la cuestión. Posteriormente, Canadá ha ido depurando su modelo federal con un éxito espectacular: el problema de Quebec ha desaparecido, la unidad es cada vez más irrevocable y la enconada contienda lingüística entre el inglés y el francés se ha resuelto, como parece lógico y sensato, mediante la generalización del bilingüismo, una gran riqueza cultural para el país.

En otras palabras, el 2 de octubre es necesario que los partidos políticos den lo mejor de sí para encontrar vías constructivas hacia la resolución del conflicto por el procedimiento de identificarlo bien, primero -hay que manejar cifras y datos veraces, cosa que no se ha hecho hasta ahora-, para pasar a discutirlo, después. Ya se sabe que la posición de los nacionalistas radicales será probablemente irreductible, pero los fanáticos, los que arrastran con su demagogia a muchedumbres más o menos politizadas, son claramente minoría. Hay un campo muy vasto en el que trabajar formado por gentes de buena voluntad que sin embargo están irritadas con el Estado por un cúmulo de errores que también habrá que reconocer.

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