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Columnata abierta

El ser o no ser del Islam en Europa

Tengo por costumbre encontrarme a 12.000 kilómetros de distancia cuando se produce un atentado yihadista en España. En 2004 me agarraron los bombazos de Madrid en Sudamérica, y ahora los atropellos de Barcelona en el Sudeste asiático, en ambos casos con escasa cobertura de móvil. Esto supone un inconveniente a la hora de seguir al minuto las noticias, pero facilita la perspectiva y un cierto alejamiento del ruido mediático y la furia de las redes. Observada la secuencia de acontecimientos desde lejos? España da vergüenza, y Cataluña también. Las reacciones miserables y la manipulación nauseabunda no saben de banderas. Pero el pueblo no se libra. La polémica sobre la publicación en los medios de imágenes explícitas de los atentados ha sido de una virulencia inaudita, cuando los planos abiertos y la autocontención han predominado en el tratamiento gráfico informativo de los atentados. Lo primeros planos, la imágenes gore y los vídeos snuff han copado las redes sociales y el Whatsapp, pero no la mayoría de medios de comunicación profesionales.

"Para que las fotografías denuncien, y acaso alteren, una conducta, han de conmocionar". Lo escribió Susan Sontag sobre el fotoperiodismo de guerra, pero la máxima es aplicable al terrorismo, esa guerra moderna. Porque esas imágenes deberían tener efectos, no sólo sobre las conciencias, sino también prácticos. Algunos piensan que todos podemos imaginar como queda el cuerpo de un niño de tres años cuando lo arrolla una furgoneta a toda velocidad, y que por tanto no es necesario mostrarlo. Pero el ser humano tiene una capacidad asombrosa para abstraerse de aquello que le perturba, para retirar de súbito la mano del fuego cuando se quema. Lo que altera es lo cercano. Es más fácil observar un cráneo abierto en canal por un machetazo en Ruanda, que un cuerpo desmadejado tendido en mitad de Las Ramblas.

A efectos prácticos, en España viven un millón y medio de musulmanes. Son ocho veces más que los votantes que tuvo Herri Batasuna en su mejor momento electoral. No hace falta decir que una mayoría de esos musulmanes no apoyan el terrorismo yihadista. También conocí batasunos que se estremecían al ver las imágenes de un cuerpo carbonizado junto a un amasijo de hierros tras una bomba de ETA. Hasta que un día la presión social cambió de bando, y no fue suficiente el silencio, la pena o el mirar al suelo al entrar en la tasca. Yo defiendo las imágenes de los muertos en Las Ramblas, y las defiendo en portada, para que las vean los musulmanes de bien que viven en Europa. Es necesario que comprueben lo que sucede en la calle de al lado en nombre de su dios, el más grande.

No va a ser suficiente con las condenas, las flores y los comunicados de prensa de los imanes buenos. Viendo quién manda de momento en ese corral, cuesta entender la premisa del Islam como religión de paz. Quizá tengan miedo, como nosotros, pero lamentablemente los que se juegan un futuro próspero y apacible aquí son ellos. Porque el Islam en la Europa del siglo XXI o será pacífico, o no será. Mejor que lo arreglen ellos, o lo harán Marine Le Pen y sus seguidores. El Corán es un libro asombroso que según las interpretaciones dice una cosa y la contraria sin pasar de página. También la Biblia prestó servicios impagables a los cruzados como argumentario para asesinar en Tierra Santa, pero aquello fue hace mil años. Hoy, ni en el país más católico del mundo se lapida a las adúlteras. Por tanto, si existe una interpretación de las palabras de Mahoma que avale la igualdad del hombre y de la mujer, será bienvenida y alentada. Si no lo hay, tendrán que inventarla. Y si no les convence tendrán que volver a predicar en el desierto, como hizo el Profeta, pero no en las mezquitas europeas. Y así con los homosexuales, la laicidad del Estado, las libertades individuales, etc.

El salafismo no cabe en Occidente, del mismo modo que no toleramos el nazismo o cualquier otra ideología que predique el odio. El extremismo wahabita predica en nuestra casa el exterminio de los cristianos, pero lo urgente es frenar la islamofobia. Aquí alguien ha cogido al revés los prismáticos. El asunto es difícil, pero no tanto. Erradicar ese fanatismo importado exige leyes y decisiones políticas que se complican por la moderna adicción a los gatitos y a los lazos, y por esa retórica mojigata de una parte de la izquierda que insiste en describir el mundo que nos gustaría habitar, sin importarle incurrir en una negación sistemática de la realidad. Todos preferimos una idea romántica de la paz que tranquilice nuestra conciencia, pero no a costa de agravar el problema. Ese buenismo tontorrón olvida algo tan sencillo como que el mal existe. Así, a secas, irracional, inexplicable, despojado de complejas motivaciones. Un joven sin ilusión por su futuro se puede poner hasta arriba de fumar hachís, romper mobiliario urbano o encerrarse en su habitación con la Playstation. Si a pesar de todo el sistema le sigue oprimiendo puede votar a Podemos, o incluso a la CUP. Pero no parece suficiente. El pobre asesino de Barcelona se vio obligado a pisar a fondo el acelerador en mitad de una calle atestada de gente, y nosotros debemos preguntarnos qué hemos hecho mal. Nada, absolutamente nada que le empuje a cometer esa masacre. Algunos en Europa deberían aprender de los sucesivos fracasos electorales de la izquierda en Israel, incapaz de comprender que, frente a un sionismo belicista, también existen árabes que no desean la paz, a ningún precio. Y frente a éstos no sirven de nada las velitas.

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