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Jose Jaume

Arca, de la mano de Trump en sa Feixina

Siglo y medio después de la Guerra de Secesión (1861-1865) en el sur de Estados Unidos, en los antiguos estados confederados, están plantadas numerosas estatuas de los próceres sudistas defensores de la esclavitud, incluso lápidas que ensalzan al fundador del Ku Klux Klan, los del capirote, teas ardientes y cruces quemadas, la organización de los racistas blancos, imbuidos de la misión de aterrorizar y asesinar, llegado el caso, a negros, judíos y a cuantos se oponían a su desquiciado mensaje supremacista. Han transcurrido 150 años largos y ahora, en las ciudades del sur, se empiezan a retirar las ominosas esculturas, incluida la del general en jefe sudista Robert Lee, un militar de medio pelo, que, al decir de los especialistas, mantuvo una estrategia deficiente en la guerra civil americana, saldada con unos 600.000 muertos y la derrota del sur esclavista.

La eliminación de los pedruscos venerados por los supremacistas ha desencadenado una violenta oposición, culminada en Charlottesville, donde moría una mujer arrollada por el automóvil de un nazi. Ahí es cuando ha intervenido el presidente Trump, quien ha lamentado que se eliminen las esculturas, que considera de gran belleza, además de repartir culpas. No ha hecho una condena explícita de los supremacistas. Adecuado tratándose del actual presidente de los Estados Unidos.

Expuesto lo que antecede, adentrémonos en las similitudes, que las hay, con lo que ocurre en torno a otro pedrusco, el de sa Feixina: levantado a mayor gloria del fascismo, que adopta la forma adecuada a cada lugar y momento, pero que siempre es la misma ideología, la de la eliminación del adversario con la brutalidad requerida. Lo inesperado es que aquí ha sido una organización presuntamente proteccionista del patrimonio, ARCA, la que ha levantado la bandera, desatado en buena medida la cruzada en pro de la preservación del pedrusco. Junta ella, alineados firme el ademán, cuantos pugnan por mantener la herencia de exaltación franquista, que todavía, 42 años después de la desaparición del dictador, pervive en Palma. Los que han protestado en Charlottesvillle guardan alguna semejanza con los que lo hacen en Ciutat. Los primeros no disimulan quiénes son y lo que pretenden. Los segundos, sí, porque revisten su exigencia de que se respete el pedrusco en aras de la reconciliación, la misma que una tal señora Marisé Fernández Segade explicitó al decir que los 150.000 muertos que siguen yaciendo en las cunetas de España están bien donde están. Hay que respetar su descanso, espetó la noble señora hablando de reconciliación.

ARCA tiene un nuevo aliado, va del brazo del presidente Donald Trump, quien clama por preservar las esculturas de los rebeldes esclavistas del sur estadounidense. Mejor compañero de viaje imposible para ARCA, que también se ha buscado y encontrado la de un juez de lo contencioso administrativo dispuesto a corregir de plano las decisiones que toman instituciones democráticas. Su Señoría, en un intervalo de pocos días, ha dictado una cautelarísima, a petición de la empresa, paralizando el rescate del túnel de Sóller, para después detener el derribo del pedrusco a petición de ARCA. Sobran las instituciones representativas: vamos al gobierno de los jueces, a la magistratura del jurisconsulto.

Acotación al margen. Nervios desatados en el Madrid oficial por las consecuencias políticas del atentado yihadista. Bastó observar a Mariano Rajoy en la concentración de la plaza de Cataluña para constatar la estruendosa ausencia de los poderes del Estado después de la enésima salvajada del terrorismo islamista. Gustará o no, pero Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, y Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, han ofrecido una lección de cómo se hacen las cosas. Han sido estadistas. De ahí la cara de estupefacción de Mariano Rajoy. El gran cabreo del Madrid oficial.

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