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Trump y maduro o viceversa: por el mismo rasero

Desde su imprevista aparición en primera línea de la escena política, reemplazando a líderes con mayor predicamento en sus respectivos países, un millonetis y el antiguo chófer de autobús comparten tantas características que lo antedicho es mera cuestión menor frente a ese populismo radical, a extrema derecha e izquierda, que abanderan con parecido estilo.

Más allá del aspecto orondo de ambos y las desmesuradas gesticulaciones cuando poseídos de su papel, se les adivina una egolatría que por fin ha encontrado el adecuado escenario para mostrarse sin recato y exhibir el fundamentalismo de que se alimenta su vanidad. En los dos menudean las salidas de tono y comparten el precario bagaje intelectual que las facilita y revela su verbo constreñido o la vacuidad que suelen traducir sus apuestas, haciendo patente una vez más que el analfabetismo -y no solo en EE UU o Venezuela- es una excelente condición para hacerse con el poder, sobre todo si se acompaña de un acendrado ombliguismo y el manifiesto desprecio por la ética.

Desde su entrada al ruedo, han facilitado sobradas razones para homologarlos. Entre otras y para empezar, la común voluntad de encerrar a los respectivos países entre las coordenadas de sus despropósitos para, en paralelo, mostrarlos al mundo como un ejemplo a seguir por el plus que les confieren las ciegas adscripciones a ideologías que, como ocurre con la mayoría, tienen en las creencias (que no en las evidencias) su mejor y a veces única justificación, lo que les permite afirmar con rotundidad cuanto se les antoje y con independencia de los hechos. En el caso de Trump, el muro disuasorio será costeado por Méjico y no hay más que hablar; el cambio climático es pura invención, y derogar las reformas sanitarias que su antecesor implantó con el objetivo de mejorar la justicia social en ese terreno, una prioridad en su discurso, aunque las alternativas que propugna no hayan conseguido siquiera el apoyo unánime de su propia formación. Por lo que respecta al venezolano, la democracia es una amenaza social en cuanto pone en solfa sus intereses y ahí está una Asamblea Nacional (Parlamento) votada mayoritariamente pero cambiada por otra, la Constituyente, promovida sin consenso con objeto de apuntalar su liderazgo. Y si el juicio internacional no le es favorable, nada mejor que rehuir el debate con un simple y textual "¿y a nosotros qué carajo nos importa lo que digan?".

El talante que les impide reconocer sus errores es también un obstáculo para alcanzar acuerdos. El bolivariano persigue implacablemente a sus enemigos y no tiene empacho en encarcelar e incluso asesinar por mano interpuesta a cuanto disidente se le cruce. Trump puede matar por mirar hacia otro lado (la ausencia de cobertura sanitaria a más de treinta millones, por la que aboga) o, en línea con el tuit donde afirmaba que "hay que saber cuándo hay que dejar la mesa de negociación", cabrá recordar su postura en la cumbre de París y unas mentiras (negar los acuerdos con Rusia para desacreditar a su oponente durante la campaña electoral, las grabaciones ocultas€) que en el inquietante Nicolás tienen su oportuno correlato cuando asegura que hay ejércitos extranjeros preparados para echarlo del sillón. En los dos mandatarios se aprecia el interés por diseñar enemigos a conveniencia, sean exteriores (conjuras y conspiraciones de la CIA contra el chavismo) o interiores (se contabilizaban 115 presos políticos hace sólo cuatro meses), mientras que Trump ha debido anular a quienes querían hacerle la cama desde su propio partido, fuese Paul Ryan (líder republicano en el Congreso) o el director del FBI James Comey, lanzado a las tinieblas exteriores bajo la etiqueta de traidor.

Los fracasos legislativos, la impopularidad internacional o sus problemas de vecindad, son siempre culpa de terceros para una pareja que se diría cortada por el mismo patrón, y es que, afirman, los inocentes doctrinos que ejercen de espectadores no se percatan de las oscuras alianzas con que se pretende anularlos, en línea con las conspiraciones judeomasónicas que antaño ocurrían entre nosotros. O el contubernio de Munich, ideado para poner al caudillo por la gracia de Dios contra las cuerdas. Corea del Norte o la inmigración desde México tienen a Trump sin dormir. Y Maduro es que ni entrar en sazón puede pese al nombre, el pobre, debido a las malas artes de Colombia o la OEA. Así las cosas, ¿a quién debe culparse de que en las tiendas escasee incluso el papel higiénico? O en EE UU y con la prensa empeñada en inventar trapos sucios, ¿cómo van a tener tiempo los trumpistas de pensar en el futuro del Medicaid?

Uno y otro podrían ir de la mano aunque a ambos les repugnase la mera idea. Pero no hay como observar sus andanzas para convencerse de que tienen más en común de lo que podría parecer de quedarnos únicamente con el color de su pelo. Donald y Nicolás pueden terminar con unos cuantos, allá en su tierra, por acción u omisión, aunque siempre en bien del Estado como se encargarán de decir ellos y sus secuaces. En cuanto a autocrítica (¿auto qué?, se preguntarían, como en cualquier anuncio sobre antiinflamatorios), inexistente. Y finalmente también pasarán a la Historia, claro que sí, pero, siguiendo a Brecht, cuando se cante sobre los tiempos sombríos ellos estarán, sin duda, entre los protagonistas.

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