Desde muy antiguo, la tradición, el disfrute del ocio y la alegría se combinan en las fiestas patronales que recorren Mallorca a lo largo del verano. Las festividades populares permiten confraternizar, fortalecen el sentimiento de comunidad y preservan la dinámica de un viejo ciclo conocido en todas las culturas del mundo: el que alterna el trabajo con el descanso, el rutinario día a día con la necesidad imperiosa de disponer de un tiempo distinto que nos aleje, aunque sea por unas horas, de las preocupaciones cotidianas. A la vez que se han revitalizado algunas de nuestras fechas más tradicionales que amenazaban con caer en el olvido (un ejemplo evidente es el gran impulso que ha experimentado sant Antoni en la part forana), han ido surgiendo en distintas localidades de la isla nuevas celebraciones y días señalados -como sería el caso del Much de Sineu, que tiene lugar cada 14 de agosto-, que nos hablan de esta voluntad festiva propia de todos los pueblos vivos.

Hay que subrayar de todos modos que, si queremos que estas celebraciones perduren y se desarrollen en todo su sentido, es preciso evitar que se conviertan simplemente en grandes concentraciones de jóvenes para el consumo masivo de alcohol. Lo característico de las fiestas populares es la transversalidad generacional y la existencia de unos límites que no empobrecen la libertad. Los excesos alcohólicos, que hacen de estos días señalados una excusa para realizar botellones públicos, atentan contra el sentido primigenio de las fiestas y potencian una serie de actitudes claramente negativas para la sociedad. En primer lugar, por los riesgos implícitos de tales prácticas en la salud de los consumidores -muchos de ellos incluso menores de edad-, en los previsibles accidentes de carretera o en el peligro de no saber transmitir el valor de una cultura responsable en cuanto a la bebida. Un dato curioso que ha publicado Diario de Mallorca este pasado viernes nos indica, por ejemplo, que las multas de tráfico por positivos en alcohol o drogas se han incrementado un 30% este último año, a pesar de que el cómputo global de infracciones ha disminuido. Son cifras a tener en cuenta y que marcan una preocupante tendencia. En segundo lugar, no podemos obviar el riesgo de que, cuando determinados festejos degeneran en cultura del botellón, las primeras víctimas sean los vecinos, muchos de los cuales se ven obligados a irse de sus casas durante uno o varios días, a causa del nivel de ruido en horas intempestivas y de la inevitable suciedad que termina acumulándose en los portales de las casas.

Recuperar y enaltecer el sentido festivo de la sociedad requiere un sano respeto a la tradición compatible con las innovaciones propias de cada época. Pero un deber irrenunciable es el de la autorregulación que exige tanto pedagogía como incrementar determinados controles que eviten los abusos y los comportamientos incívicos. Hay que agradecer la puesta en marcha por parte de las autoridades de campañas como "No i punt!", contra las agresiones sexuales en fiestas, o "No siguis ase", que invita a un consumo moderado de alcohol. Una mayor concienciación debería llevarnos también a cumplir con escrupulosidad la prohibición de venta de bebidas alcohólicas a menores de edad. Y, sin duda, unas fiestas vividas en libertad, alegría y responsabilidad es un objetivo que, entre todos, podremos conseguir.