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¿Las motos tienen bula?

Recuerdo que en La virgen de los sicarios, una de las emblemáticas novelas del colombiano Fernando Vallejo, las motos eran coprotagonistas en robos y asesinatos a tiros desde el sillín. Nada que ver, por supuesto, con el uso entre nosotros, aunque a su vista se presuma también la más que probable agresión, en este caso auditiva, junto al acelerón que embriaga -ignoro si con adrenalina, testosterona o mera estupidez- al conductor.

Un ruido parecido al de la sierra mecánica en plena poda, pero in crescendo y sin relación con la jornada laboral, lo que supone escucharlo también cuando se está a punto de conciliar el sueño, de madrugada o interrumpiendo las conversaciones e imantando las airadas miradas en cualquier lugar: desde el centro de la ciudad al Paseo Marítimo o cualquier callejuela del casco antiguo, por no mencionar esos pueblos que pasan a ser el escenario de atronadoras reatas camino de la Serra. Si alguien precisara de una prueba fehaciente bastará con que se dé una vuelta por Esporles, por ejemplo, un sábado o domingo y a eso del mediodía, aunque no creo que sea preciso tras haberlo comprobado una y mil veces en su propia casa y pese al climalit. Con tal experiencia martilleando los oídos a cualquier hora, a nadie extrañaría que, tras leer (Diario de Mallorca, hará unos cinco meses) que el número de motocicletas ha aumentado en la última década alrededor de un 38%, la ansiedad de la ciudadanía se multiplique por bastante más y en paralelo con las agresivas estridencias que dejan a su paso.

Si, como decía Josep Pla, es mucho más difícil describir que opinar, a partir de aquí y por no exprimirme más de lo que conviene a la salud, me ceñiré a lo segundo. Para empezar, extraña que el empeño por reducir en lo posible la contaminación ambiental se ciña a restringir, en algunas ciudades, la circulación en fin de semana o de los vehículos que cuenten con más de 20 años, mientras que los tímpanos pasan a ser cuestión menor. Y los motoristas tan a sus anchas, que podría colegirse una alianza entre ellos y algunos bares y discotecas -en el pasado también con bula demostrada- para que la policía local sea más que permisiva con la escandalera de música o motor. Y por si alguien fuera a tomarse esto como agresión verbal, convendrá reiterar que la timpánica es superior en cuanto a molestias y a los responsables no hay perrito que les ladre. O lo hace tan bajito que ni enterarse.

Habrá quienes aduzcan (los de las pedorretas a todo volumen y propietarios de algunos bares con terraza a cielo abierto) que ya estamos de nuevo con la neura de que todo nos es debido y haciendo una montaña de cuatro granos. Ciertamente, quienes estamos de aceleradores hasta donde no digo podemos asumir, con Sófocles, que también hay algo amenazador en un silencio demasiado grande, pero entre estar sobrecogidos o con los oídos destrozados por las dichosas motos a todo gas, ¡qué quieren€! Y es que verse forzados a abrir la boca y entornar los ojos cada dos por tres, puede hacer añorar el mutismo del mundo o, si más no, la afonía de las motocicletas hasta el fin de los tiempos. Por lo demás, y desde la sospechosa tolerancia que exhiben los garantes del orden público, otras prioridades dan también que pensar. De no asumir que nuestros gerifaltes sean sordos -en sentido literal y no metafórico con relación a demandas varias-, sorprende el empeño que ponen en demoler Sa Feixina (inexistente de no pasear por allí y cuyos supuestos mensajes ofensivos están insonorizados), cuestionar el Día de San Valentín (amor mediado por regalitos y con respeto timpánico) o llevar el dilema del rabo canino y la dicotomía indemnidad/amputación al mismísimo Congreso de diputados (16 de marzo), mientras que el sentido del oído y su preservación sólo parece importar a esa inmensa mayoría que no le da a los decibelios.

El caso es que al narcisismo del motero, su deseo de llamar la atención, la desconsideración que revela y el desdén hacia los demás que hace patente su motor (el del vehículo que no su cabeza, de la que habría mucho que hablar), va siendo hora de ponerles coto con base en la legislación cuando el ruido sobrepase el nivel permitido. Porque no es de recibo que miles de ellos interrumpan la concentración de quienes trabajan, la placidez de un paseo e incluso el sueño sin que nadie -quizá con la excepción del ensordecido transeúnte- les llame siquiera la atención. Y se trataría de algo tan simple como hacer gala, los moteros, de buenos modales. Vivir juntos supone evitar a otros molestias innecesarias y convertir en regla el respeto mutuo. Supongo que es materia educativa y de no haber hallado el adecuado sustrato, de faltar receptividad, sin duda existen mecanismos para terminar de una vez por todas con unos tubos de escape convertidos, sin exagerar, en incordio que es casi pesadilla.

Bastaría con la obligatoriedad de adaptar un silenciador. Y si ello no fuese técnicamente posible o pudiera interpretarse como afrenta al orgullo del motorista, la multa correspondiente obraría maravillas. Porque tiene sus perendengues que se penalice el superar en un 10% la velocidad autorizada mientras que, por cuadruplicar el ruido que se permite a cualquier orquestina, únicamente un reprobatorio meneo de cabeza. Así, un año tras otro. ¡Y ya está bien!

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