Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Pilar Garcés

El desliz

Pilar Garcés

Yo, turismofóbica

Cuánta incomprensión. Esta campaña que se ha desatado contra quienes sufrimos de turismofobia tiene que parar. Que intervenga el Defensor del Paciente, el Tribunal de Estrasburgo, Angelina Jolie. Bastante calvario tenemos nosotros con nuestro mal, de repente transformado en la apendicitis veraniega del proceso soberanista catalán. Bastante desgracia nos ha caído a quienes llevamos años soportando en silencio el síndrome, la taquicardia, la sudoración, la sequedad bucal. Que si nos queremos cargar el estado del bienestar de algunos, que si nuestros hijos deberán emigrar, que si somos un país de servicios. No me hablen. Yo, aquejada de turismofobia, escucho la palabra servicio y me imagino a los 1.500 pasajeros del crucero que pasará once horas justas en Palma tirando de la cadena y vaciando nuestros acuíferos y se me acelera el pulso. No es fácil vivir con esta dolencia poco diagnosticada y peor tratada, como para que ahora se nos acuse de ser la fibromialgia de la economía nacional. Qué injusticia, esta persecución. ¿Acaso saldrían los clubes de montañismo a cargar con semejante virulencia contra los agorafóbicos? ¿Criticarían con saña los animalistas a quienes padecen aracnofobia? En nuestra irracional y razonable aversión deberíamos ser objeto de compasión y cuidados. Vengo a decir que un señor como Mariano Rajoy, que disfruta sus vacaciones en una aldea de Pontevedra, no tiene ni pajolera idea del verano que afronta un habitante de Valldemossa, del barrio catedralicio palmesano o del centro de Sóller. A veinte grados al sol y bajando es fácil amar al prójimo como a uno mismo. Pero si ese prójimo es un treintañero británico en tanga aullando por s'Arenal, una cuadrilla de neonazis dispuestos a ver un partido de fútbol con un cubo de sangría o los cuatro italianos que se han instalado con su música a toda pastilla en la terraza del edificio de al lado... ¿Ven? Ya estoy hiperventilando.

Ahora que unos chavales lanzaron confeti en un restaurante todo el mundo parece haberse convertido en una autoridad en la turismofobia. Yo ni sabía que la sufría hasta que mi psicólogo me diagnosticó por pura chiripa. Estábamos en una concurrida cena agosteña en la que unos contaban el infierno de ir a Cala Varques, otros explicaban el horror que fue el desembarco de una golondrina llena de borrachos en el paraíso de Es Caragol, los de allí informaban de que Sa Calobra está llena de guiris y de medusas, aquel se congratulaba de que durante los atascos para llegar a la Colònia de Sant Jordi se ha leído la trilogía de El Señor de los Anillos, y otra se lamentaba porque fue a ver el atardecer en Sa Foradada y se encontró a dos ex. "¿Y tú no cuentas nada?" "Yo hace dos meses que ni piso Palma. Me desplazo del trabajo a casa, y los fines de semana madrugo para no verlos. No voy a ninguna parte. Ni a es Trenc, ni a Deià, ni a Alcúdia. Salí a tirar la basura y unos quisieron hacerse un selfi conmigo. Lloré toda la noche. Solo vivo para que llegue el otoño". Mi psicólogo me dio hora. Asegura que cada vez lo llevo mejor, pero no soy optimista. Hacemos las sesiones por skype porque su consulta está en el centro y soy incapaz de encontrar aparcamiento cerca. "En mi barrio han cerrado la panadería y han abierto un outlet", lloro. Me receta terapia de exposición. Ayer intenté ir a Sant Miquel a comprarme unas sandalias, pero me bloqueé. Acabé sentada en la terraza de una franquicia de tapas. Dice que se me pasará, que pronto no lo veré todo tan rubio.

Compartir el artículo

stats