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Con la boca abierta

Quien pudiera, como recomendaba el sin par Horacio, hallar la felicidad dando la espalda a los asuntos de este mundo. Pero es pedir demasiado, incluso en plena canícula, que nos pleguemos a una indiferencia que sería, además, el ansiado y útil caramelo que demanda el sistema. De modo que, mal que le pese al clásico si resucitado quisiera leer estas líneas, que la cotidianidad nos siga sorprendiendo -si no enervando- es, en muchas ocasiones, el único ejercicio posible contra la alienación, aunque podamos llegar al extremo de hacer de la incredulidad costumbre y vivir con la boca abierta sea hoy, más que nunca, una extendida forma de estar. Y no sólo por el calor.

Por empezar tras una Transición política que arrojó a la cuneta bastantes de las esperanzas suscitadas, cabría mencionar a ese Aznar que aún sigue impartiendo lecciones a quien quiera oírle: el esperpéntico personaje que tenía a Gadafi por amigo y sabía de las armas nucleares que justificaban, los pies sobre la mesa, la guerra con Irak. Más acá, y aunque sin ánimo antológico, no es posible pasar por alto la pregonada transparencia de su partido (mientras se borran ordenadores y pagan en diferido) o la vaguedad de los discursos monárquicos, constatada hasta la saciedad aunque publicitados como se haría con la definitiva cura de los cánceres o la razón que explicase, más allá del parentesco, por qué Urdangarin sigue sin pisar la cárcel.

El poder, en estos pagos, orilla por norma el análisis y se limita a interesadas descripciones, salpicadas a cada poco con la muletilla del "evidentemente" y traduciendo, incluso para el menos avisado, su acuerdo con Nietzsche en la convicción de que mal y bien son cosa de gustos. Sin embargo, la estupefacción bebe de más fuentes que las políticas porque la banalización se extiende al modo de la Xylella. O de la imbecilidad, si prefieren. Ahí está la manifiesta incapacidad para coger al toro por los cuernos en lo que hace a la sobresaturación veraniega o, ahora que anda Ronaldo sobre un tapete bajo el que quizá escondió algo, es pertinente recordar que los emolumentos a futbolistas -y de por vida para los diputados- son una clara afrenta a la ciudadanía; de parecido jaez a la de soportar periódicamente las huelgas de colectivos con sueldos de ensueño. Y si piensan en pilotos o controladores aéreos, acertarán.

A estas alturas, aquel lampedusiano "algo debe cambiar para que nada cambie" sigue de rabiosa actualidad, aunque no exista respuesta unívoca sobre a qué atribuir los esporádicos atisbos de racionalidad que puedan percibirse de uvas a peras: si a la casualidad, estrategias para perpetuar la manipulación o simple inepcia rendida por un instante y que el lenguaje suele subrayar: desde el aluvión de innecesarios anglicismos para un mejor empoderamiento o gobernanza -¿les suena?- a eufemismos con variada intención. Así, los futbolistas de aquí son rojillos o bermellones pero jamás rojos (no se fuese a liar); convendrá evitar la mención a negros o maricas para no ser tildados de xenófobos u homófobos respectivamente y, en Madrid, la privatización de hospitales públicos nunca fue tal, sino simple "externalización".

Para convencernos de que los gestores andan abrumados con el cumplimiento de sus funciones, nada como el debate estéril y el entrañable -suponen- espectáculo de tortugas o vencejos liberados. Sa Feixina y su futuro, convertidos en exponente de coherencia a la hora de priorizar; el insulso monolito ocupando tanto espacio mental y mediático como las listas de espera en sanidad o una contaminación (no me refiero a nuestra isla en concreto) que se pretende controlar poniendo en paralelo las mil trabas al desarrollo de energías alternativas y, por lo que hace a la sonora, persistiendo en la paradoja de situar el punto de mira sobre los músicos callejeros mientras los moteros siguen a escape libre, soltando cuanta pedorreta superdecibélica les viene en gana ante la impasibilidad de los agentes de un orden vulnerado en cualquier tiempo y lugar.

No ha mucho tiempo, un debate sobre el tamaño conveniente de las banderas, asunto esencial donde los haya. La publicidad enhebrando mentira tras otra sin perrito que le ladre y, al caer la tarde, los universales comentarios deportivos como bálsamo, a la par que entrevistas a entrenadores y jugadores por abundar en la pedagogía hacia el oyente y estimular así su pensamiento analítico. O que las imputaciones a Villar podrían deteriorar la imagen del fútbol y ¡menudo drama! Un completo entramado, en suma, para ocultar lo que debiera subrayarse y es que, como afirmó Baudelaire, la peor artimaña del demonio es convencernos de que no existe, de modo que nuestra presunción respecto a la relación inversa que existe entre la cuantía de los fraudes cometidos y la diligencia judicial, podrá etiquetarse de espejismo a resultas de la desinformación; la mediatización por el poder político una pura entelequia, y si eran los populistas de nuevo cuño quienes iban a volver operativa la indignación popular, apaga y vámonos. Aunque el señor Jarabo haya puntualizado que está aprendiendo mucho, enfrentándose así a la extendida opinión de que mejor nos iría si viniesen ya aprendidos.

Convendrán en que hay motivos para seguir boquiabiertos; otros que ver a Podemos votando junto al PP. Tantos que, probablemente, sólo estemos en condiciones de cerrarla cuando no precisemos volverla a emplear. Lo que llaman descansar en paz.

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