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Moreau y Shepard

Se han ido casi al mismo tiempo. Ahora sé que Jules y Jim se están aburriendo como ostras en un París súbitamente desangelado, destensados y tristes por la ausencia de esta mujer. Sé que Sam Shepard, cronista de los moteles, puede dormir tranquilo tras haber escrito el guión de Paris-Texas. Una vez dijo que su padre vivía en el desierto, ya que se llevaba mal con la gente. Una frase, ésta, que suscribiríamos, por lo menos cinco de los sietes días de la semana. Moreau o la sensualidad pillastre. Moreau o la amistad con Marguerite Duras, todo un reto. Existe una fotografía en la que aparece ella junto a un Miles Davis que trata, divertido, de mostrarle los rudimentos de la trompeta. Jeanne Moreau intenta aplicar sus labios a la boquilla, pero parece ser que la risa se lo impide. Orgullosa y casi fanática de su independencia, en alguna ocasión confesó que no estaba hecha para tener hijos, aunque le gustaban mucho los hijos de los demás. Entre ser madre o abuela, siempre quiso desempeñar la figura de esta última. Su único hijo, el pintor Jerome Richard, bien que se lo retrajo.

Sé que me he complicado la vida tratando de aunar en un mismo texto a Jeanne Moreau y a Sam Shepard, y ahora sé que no tengo salida y, por tanto, es menester continuar esta ruta. Así pues, ahí vamos, y permítanme la fantasía, la digresión ficcional. Se trata de conducir con la Moreau por las interminables carreteras de Estados Unidos y detenernos en uno de esos moteles relatados por Sam Shepard. Una locura cinematográfica con guión lacónico de Marguerite Duras, esa amiga siempre exigente, siempre difícil que cocinaba un steak grillé para el enigmático Blanchot en las reuniones celebradas en su piso parisino. Ya saben, frases cortantes y monosílabos cargados de profundidad. Caminar ensimismado a través de un desierto, sin decir palabra. Al modo del gran Harry Dean Stanton, interpretando a Travis, un ser extraviado y amnésico que deambula sin parar durante cuatro años por los yermos de Texas. Ser una figura que se va alejando hacia ninguna parte. Ahí detrás está Shepard, contándonos la historia, mostrándonos la estética y la ética del solitario empedernido, el hombre que ha hecho de su falta de arraigo una forma de habitar el mundo. En fin, cómo combinar el ardor de Jeanne Moreau con la aséptica habitación de un motel de carretera, esos lugares que fomentan el anonimato, la movilidad, la funcionalidad más neutra y el nomadismo más acendrado. Simplicidad y austeridad máximas. Parada y fonda, y vuelta a empezar. No son lugares para Jules y Jim, ni tampoco para el Giovanni de La notte, interpretado por el inmenso Marcelo Mastroianni. Y tampoco, ahora que lo pienso, para Jeanne Moreau que, sin duda, se hubiera irritado, al parisino modo, ante tanta vulgaridad.

Pero ya que está con nosotros, embarcada en esta aventura de carretera americana, en esta road movie que va surgiendo un poco al azar, habrá que declararle un amor eterno y absurdo o, si las cosas se ponen feas, encajar con estoicismo su desprecio por este guionista de tres al cuarto, que no es más que un columnista que ha osado introducirla en una historia que pretende ser shepardiana y a la que no ha sido invitada. Habrá que darle la culpa al golpe de calor, a la licuefacción del cerebro, a ese desvarío que brota cuando las temperaturas y la tremenda humedad alcanzan cotas de crimen o suicidio. O, en último término, y para que la crónica de motel no sucumba al tedio, agarrar una guitarra y que sea ella quien cante Le tourbillon de la vie. Por supuesto, nobleza obliga, en este artículo han quedado excluidas las escenas de sexo.

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