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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Mentes abiertas

No tendríamos más de dieciocho años y estábamos en la Universidad. Una chica del grupo de estudiantes con los que convivíamos sufrió una crisis ansiosa tras la que se le diagnosticó un trastorno mental. En cierto modo lo habíamos intuido, por cómo había cambiado últimamente su comportamiento, más ensimismado que de costumbre. Debo reconocer que me impresionó muchísimo ver a una persona tan joven sufrir de ese modo. Por aquél entonces pensábamos que prácticamente sólo enfermaban los viejos. El episodio le sobrevino de madrugada y ya no pudimos pegar ojo el resto de la noche. Nos la pasamos tratando de consolar a esa compañera a la que parecía que se le hubiera roto el alma. También a nosotros se nos quebró un poco cuando nos dimos cuenta de que su familia se resistía a aceptar unas condiciones de salud que habían dado signos de deterioro bastante antes. En esa época muchos se consolaban diciendo que eran cosas del carácter o qué se yo, pero demasiadas veces mandaba el qué dirán.

Ha pasado un cuarto de siglo y quizás en nuestra sociedad no hemos aprendido mucho más, porque tradicionalmente cuando se habla de salud mental, una tiene la sensación de que solo admitimos extremos. O se tiene o no se tiene. Y, al igual que nuestro cuerpo, también nuestra mente, a lo largo de la vida, puede pasar por baches, que condicionan nuestra capacidad para afrontar las exigencias del día a día. Pero ya sabemos que es más fácil que lo invisible no exista para los que no quieren mirar.

Por otra parte la ficción se ha encargado de acuñar imágenes estereotipadas de trastornos mentales, de tal forma que para muchos constituyen una galería de personajes en muchos casos monstruosos o irremisiblemente inadaptados. Sin embargo, en el mundo real, más allá de las consecuencias de este problema de salud en la integración de las personas que lo padecen, lo que de verdad les complica la vida es el estigma que pesa sobre él. Nos sigue dando miedo.

Y eso que hay pocos fenómenos tan habituales como la depresión, que afecta a unos 350 millones de ciudadanos del mundo, según la OMS, y con la que, por ejemplo, debutó Andrea a los 14 años. Ahora, a sus treinta y pico, ha encontrado la manera de desactivar poco a poco ese sentimiento de bicho raro que le ha punzado cada vez que alguien, incluso algún médico, le reprochaba que no se esforzaba lo suficiente en superar un trastorno al que le ha costado lo suyo adaptarse. ¿Cómo se puede mesurar esa lucha desde la perspectiva de quién no la está librando internamente? Hoy ella es activista de una iniciativa, Obertament, nacida en Catalunya y en desarrollo ahora también en Mallorca, de la mano de 3 Salut Mental, que desempeña una labor entusiasta y digna de aplauso. Con humildad pero con firmeza, pretenden reeducarnos a todos para comenzar a derribar muros desde el lenguaje, porque determinadas palabras son dardos impregnados de cicuta y demasiadas veces las incrustamos frívola o descuidadamente en la conciencia de los demás.

Es complicadísimo cambiar la percepción de cada cuál sobre las cosas que nos rodean. Somos libres de sentir en nuestro fuero interno el recelo que nos plazca (por desgracia en algunos casos). Pero el espacio que es de todos no admite excepciones, y ahí reside nuestra responsabilidad individual en contribuir a hacer esa zona común, en la que nos comunicamos, más comprensiva, tolerante y libre de malas etiquetas. Hay varias cosas que he aprendido sobre este tema, a través del tiempo transcurrido. Una de ellas es que los trastornos mentales son personales e intransferibles. Sus manifestaciones, su intensidad, cambian según el individuo y el diagnóstico, por lo que es tremendamente injusto y e inexacto generalizar sus consecuencias o meter todas las variantes en un mismo saco.

También sé ahora que el miedo a ser juzgados, la vergüenza y el sentimiento de culpa pueden seguramente echar por tierra los progresos de un tratamiento. Lograr ser uno más entre el resto es una gran terapia natural complementaria. Al fin y al cabo la normalidad se suele fabricar a la medida de las actitudes de una mayoría.

Un problema de salud mental es un inquilino, alojado temporalmente o a perpetuidad, pero un huesped en cualquier circunstancia. Andrea se reivindica; "yo no soy mi depresión". Viene a decir que no es una perturbada, sino que tiene un trastorno. No es una enferma; está afectada por una condición determinada, que no se ve ni se palpa, pero que puede alterar en ocasiones su estado de ánimo, su percepción o su comportamiento. En español, a diferencia de otros idiomas, tenemos la posibilidad de diferenciar entre los verbos "ser" y "estar", pero con esto nos pasa como cuando solo "oimos" en lugar de "escuchar". ¿Notan el matiz? Ahí es donde empieza y acaba la discriminación.

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