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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Cuando el estío regala el triunfo de la humildad con alegría

Para mí, el estío propiamente dicho comienza a raíz de las fiestas de la beata en Valldemossa. Solamente tras el recorrido popular del carro triunfal por las calles del pueblo, experimento una emoción casi física que me comunica misteriosamente que sí, que los calores me han invadido aunque de suyo puedan haberme llegado antes. A tales efectos, el "antes" nada vale. Es el sudor, el esfuerzo, la alegría, las risas, los caramelos lanzados desde los carros, el rostro expectante de los niños y niñas, la fosforescencia de esos minutos mágicos, los turistas propios y ajenos, los flases incansables, el olor a tantas cosas, todo esto acaba por formar el estridente anuncio de que el verdadero verano estalla. Es el calor como forma de vida, que todo se lo lleva consigo. Y sucede en esos minutos ya citados, en Valldemossa, mientras el carro de la beateta recorre las calles y, al golpe de la infancia y adolescencia, uno sabe que también se hace preciso, con el calor imperante, recuperar signos adormecidos en el recuerdo nostálgico de años pasados. Y se entrega a esta tarea excelente con pasión. La comparto.

Porque, en mi caso, Valldemossa y sus fiestas de la beata se erigen en epicentro del pasado, de tal manera que puntúan el año, cronológico, civil y hasta religioso de forma impecable. Lo, percibo en el dietario, al que rindo culto desde hace muchísimos años, donde anualmente, salvo ausencias extrañas, aparecen estos días con un fulgor eminente. Siempre explosivos. Siempre llenos de nombres que ya han marchado al Padre. Siempre comprándole garrapiñadas a madre. Siempre con el olor del incienso de la Misa Solemne. Siempre con la cena informal en casa tras el imperio del carro de marras. Siempre el gozo sin contención y sin máscaras. Alimentos exquisitos y bebida espiritosa. Amistad. Una y otra vez, el maravilloso pasado que insiste. Y la noche sobre el pueblo, estrellada, infinita, a la que entregarse por completo, al final.

En tales momentos, las ideologías se derriten y las ambiciones huyen acogotadas. Queda la naturaleza personal en su estado puro y duro. El malestar de la vida cede ante la esperanza aprisionada tantos meses, porque mira que la aprisionamos tiempo y tiempo, golpeada por noticias terribles, deseos innombrables, pasiones cansinas, y ese "peso de la vida" que nos inunda sin poder evitarlo, más fuerte que nosotros mismos. Pero en tales momentos, en esas cuatro horas, nada de nada. Salvo alguna madre que, en la cena y de pronto, dice alterada que tenía que haber pasado a recoger al niño, y lanza el móvil intentándolo rescatar. Ahora, en los últimos años, ya no madres antes bien abuelas y abuelos que, en el atardecer de la vida, se entregan a la causa de los nietos apasionadamente. Envidio estas reacciones de la sangre que superan mis propias expectativas. Hijos. Nietos. Herencia. Futuro. Qué quieren que les diga. La burbuja de la vida.

Si me quedo a dormir en Valldemossa, entonces entro en un sueño sosegado pero lleno de dulces fantasmas. Fantasmas de personas y fantasmas de cosas. El mundo pasado pero permanente a la que surge alguna motivación concreta (rostros y lugares) o también un tanto abstracta (paisajes multicolores y relámpagos de gestos perdidos). No es que recuerde mucho, pero siempre algún fantasma se impone y domina el sueño hasta despertar. Esos fantasmas conjugan la sinfonía de la vida y de la muerte: los muertos retornan con fuerza insólita y se inscriben en los lugares de los vivos con enorme naturalidad. Hasta formar una "ciudad de idas y venidas" que te llena por completo el alma. La realidad se abre a la irrealidad en un juego casi virtual, tan de moda. Y casi siempre el fantasma de La Marina se abre paso hasta dominar la inconsciencia. El mar, que en sueños, vuela como un enorme avión azul. Mi padre llevándome a sus espaldas en la remota niñez. Qué maravilla.

El tiempo ha pasado pero se reproduce cada año. En el carro triunfal, que podría ser de Borges o de García Márquez. Cuando ese caro atraviesa mis ojos, el fantasma de los años limpios reaparece, me siento reconfortado y, por supuesto, el estío estalla en toda su enormidad. En Valldemossa, en las fiestas de la beata, al cruzarse el carro y ser golpeado por los caramelos, recupero las ganas de vivir, y caigo en la cuenta de que lo mejor de la vida solamente se regoza más tarde. Cuando los amores se han sosegado? y convertido en fantasmas.

¿Y el dolor propio y ajeno? Por unos momentos, desaparece? hasta retornar.

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