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José Carlos Llop

El hombre (soviético) del tiempo

Existe un empeño español de raíz intelectual anglosajona -lo he visto desplegarse en conversaciones tanto en Madrid, como en Barcelona, o en Sevilla-, por negar la calidad de la novela francesa actual, siempre bajo la trampa de compararla con las glorias del pasado. Incluso de apostar por nuestra novela contemporánea frente a la suya. A mí estas cosas suelen sorprenderme y sigo sin entender por qué ocurren, más allá de un supuesto lucimiento -no a mis ojos, desde luego- de quien habla, con más voluntarismo narcisista que verdad. Pero si a quien lo hace se le ve muy satisfecho con su teoría, suelo preguntarle a ver dónde están -en la novela española actual- Pierre Michon, Patrick Modiano, Pascal Quignard y Olivier Rolin. Por citar a cuatro de entre los que más me gustan: y hay más (pienso en Carrère, Deville, Enard...). El titubeo consiguiente está asegurado: lo he comprobado varias veces.

De entre los primeros, siento una antigua predilección por la literatura de Olivier Rolin, a quien llevaba años leyendo cuando lo conocí, hace nueve, en Beirut. Ya entonces yo había conseguido que se editara en España -en la editorial donde publicaba, Península- un libro delicioso suyo titulado Siete Ciudades. En Beirut nos hicimos amigos y desde nuestro encuentro libanés hemos comido juntos en un par de ocasiones, presentó en París la edición francesa de En la ciudad sumergida, de vez en cuando nos cruzamos algún correo electrónico y hace años intenté -con Bárbara Galmés- que viniera a las Conversaciones de Formentor -junto con Mathias Enard y Kenizé Mourad, que sí vinieron-, pero un congreso sobre su obra en Francia en fechas demasiado cercanas a las Conversaciones se lo impidió. No sólo eso, sino que Olivier Rolin -así se lo conté tras escribir ese pasaje, comiendo en un restaurante italiano del barrio de Saint Germain- forma parte de mi literatura y no por ser un autor con el que me encuentro como en casa leyéndolo. No sólo por haber escrito una novela como Port-Soudan, que considero esencial como testamento de los años 70 y otras como Bars des flots noirs, Tigre de papel o Méroé, que también. O por haber sido nada menos que pareja de Jane Birkin, que fue uno de los mitos de nuestra educación sentimental. No sólo por todo eso, pero por todo eso al mismo tiempo. Me explicaré.

El capítulo final de mi última novela, Reyes de Alejandría, acaba de madrugada en el piso de un escritor francés cuyo nombre no se cita y que podría ser inventado pero no lo es. Sus personajes regresan de una cena y la última copa y charla es en aquel piso cercano al Teatro del Odeón. Son dos o tres páginas de homenaje a alguien que simboliza muy bien la época que retrata mi novela y por eso está ahí. Este escritor cuyo nombre no se cita en Reyes de Alejandría, es Olivier Rolin, del que acaba de publicarse en nuestro país -editorial Libros del Asteroide- su última novela, El meteorólogo y algo responsable de ello me siento, porque fui yo quien recomendé con cierta insistencia su publicación en esa casa que dirige con éxito Luís Solano y para la que trabaja como asesor Daniel Capó.

Vaya por delante que El meteorólogo es una novela breve pero impresionante. Que impresiona, fascina y desasosiega a la vez, aunque estemos acostumbrados a leer sobre los años 30 y 40 del comunismo soviético. Tanto su protagonista -el meteorólogo Alekséi Feodosiévich Vangengheim- como el relato -la búsqueda de su rastro en un monasterio abandonado en las islas Solovki, convertidas en gulag- son reales. La vida de Vangengheim también es real, como su muerte, que fue atroz. Lo más curioso es que el meteorólogo Vangengheim era un hombre del Partido, un hombre leal a la ortodoxia marxista-leninista, que daba charlas sobre las maravillas de la Revolución y contabilizaba nubes, medía vientos y registraba tempestades en un intento de resituar el clima en beneficio del proceso revolucionario. Vangengheim era un creyente comunista de primera hora que no dejó de escribir durante los cuatro años que duró su presidio -a su familia, a los sucesivos fiscales, a los capitostes locales, a Stalin mismo?-, que confiaba en que el Partido y sobre todo el Padre Stalin descubriera el error que se estaba cometiendo con él y se le liberara. Las condenas fueron sumándose de diez en diez años, pero no llegó a cumplir por entero ni la mitad de la primera porque lo asesinaron en una despiadada matanza nocturna junto a mil ciento diez presos más. Se dice pronto -uno por uno, nada de ametralladoras, mil ciento once hombres y mujeres- y no entraré en más detalles, por su escabrosidad. Todo fruto del Gran Terror, sucesor del primer Terror, cuyo único consuelo insuficiente es que la mayoría de los que firmaban las órdenes de ejecución acabaron degradados y asesinados también por la misma Revolución y vuelta a empezar la incesante orgía de sangre. Salvo Stalin y algunos más, claro; los que siempre se salvan. Como para escuchar a los que ahora -en tiempos de desmemoria e ignorancia de la historia- vuelven a ensalzar las posibilidades del comunismo, la conquista de los cielos y otras liberaciones nacionales.

El meteorólogo Vangengheim nunca supo por qué fue condenado a un campo de trabajo y todavía menos por qué una noche lo sacaron de allí para humillarlo aún más que en los últimos cuatro años de su vida y asesinarlo después. Nunca. Tenía 56 años cuando lo mataron. Olivier Rolin nos lo cuenta en esta novela-testimonio que, repito, es fascinante y tiene páginas -la descripción del monasterio o sus últimos capítulos- que, entre la belleza y el horror, hipnotizan y nos congelan en el tiempo. El espíritu de Vasili Grossman revolotea por las páginas de la novela y Olivier Rolin -que ama Rusia- ha escrito un gran libro. Tanto como necesario en una época que no sabemos hasta dónde puede conducirnos; como no sabía Vagengheim por qué unos policías lo sacaban de su casa para llevarlo a la Lubianka y luego a Siberia y ya no regresar nunca más. Él confiaba en que la Historia -así con mayúscula, le escribe a su mujer- "restablecerá mi honor". No sabía que realmente nunca lo perdió, pero que no ha sido la Historia -esa ogresa insatisfecha- quien lo ha restablecido para los hombres, sino la literatura. La de Olivier Rolin, una de las mejores de Europa ahora.

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