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Antonio Papell

El coste y el desgaste de la corrupción

El Consejo General del Poder Judicial tiene tabulada en sus páginas web de transparencia toda la corrupción española que atraviesa por las distintas fases del procedimiento judicial. La presentación de los datos no es precisamente fácil de interpretar, pero es meritorio el esfuerzo, que permite reconocer cuántas personas han estado o están siendo investigadas o juzgadas por los delitos considerados "corrupción" (prevaricación de funcionarios públicos; infidelidad en la custodia de documentos y violación de secretos; cohecho; tráfico de influencias; malversación; fraudes y exacciones ilegales; negociaciones y actividades prohibidas a los funcionarios públicos y abusos en el ejercicio de su función). No se consideran otros delitos colindantes como el blanqueo que aparecen en la corrupción pero que abundan más en el narcotráfico.

El desglose del aluvión de datos no es sencillo, como ha quedado dicho, pero hay algún resumen que permite establecer la magnitud del problema. Según El Confidencial, el año pasado se contabilizaron un total de 112 procedimientos abiertos por corrupción con la investigación acabada que acumulan 659 personas camino del banquillo de los acusados y se dictaron 79 sentencias condenatorias. En cabeza del ránking de supuestos corruptos sentados en el banquillo están Baleares (97 acusados y 18 procedimientos), por delante de las Canarias (62 acusados) y Andalucía (61 acusados).

Según InfoLibre, que cita como fuentes a Europa Press y al Consejo General del Poder Judicial, una radiografía de la corrupción en España revela que hay casi 1.700 causas abiertas en los diferentes órganos judiciales, más de 500 imputados en estos procedimientos y sólo una veintena cumpliendo condena en alguna de las cárceles del territorio nacional. La magnitud del problema se desprende también, de forma más subjetiva, de la incidencia de los grandes macrojuicios, en uno de los cuales ha tenido que declarar como testigo el propio presidente del Gobierno y del Partido Popular.

Es lógico pensar que con esta acumulación de casos que dura ya años la ciudadanía se ha curado de espantos y se ha insensibilizado frente a esta lacra que ya forma parte del paisaje. En cierto modo, así es: ni siquiera la comparecencia como testigo del mismísimo presidente del Gobierno, que ha tenido que capear el temporal de un contexto sombrío de corruptelas y omisiones, ha impresionado a la opinión pública, que mira con el rabillo del ojo cómo el establishment se desmarca de una realidad suficientemente conocida que ya nadie conseguirá cambiar, al menos en la versión indeleble que reside en el subconsciente colectivo.

Pero tampoco es realista creer que la resignación general ante un estado de cosas lamentable, que intensificó la gravedad de la propia crisis y que explica muchas de las deficiencias del modelo sociopolítico, es del todo inocuo y no tendrá repercusiones futuras. La democracia, que es el gobierno de la masa social soberana, evoluciona a varias velocidades, a medida que va asimilando y digiriendo los hechos que discurren y que condicionan su vida. Y todo este proceso de degradación de lo público, de manipulación de los grandes valores para aprovechamiento de determinados grupos de interés, de tergiversación descarada de la realidad como si los ciudadanos no fueran capaces de establecerla por su cuenta, termina pasando factura. En Francia, los dos grandes partidos sobre los que recayó durante décadas la representación han desaparecido; en España, los partidos que nos han traído hasta aquí desde la transición están atravesando por la peor de las crisis. Las culpas no son genéricas ni globales y tienen en la mayoría de los casos nombres y apellidos, pero es probable que con el paso del tiempo se agrave la indiscriminación y paguen, como siempre ocurre, justos por pecadores esta colosal y cínica ceremonia de la confusión.

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