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Daniel Capó

Testigos de la barbarie

Una cita muy conocida del filósofo alemán Walter Benjamin sugiere que "cada documento de cultura es también un testigo de la barbarie". La frase admite muchas interpretaciones, pero contiene un regusto de crueldad que es el dictado de la Historia. El progreso avanza junto a la injusticia, incluso cuando se oculta tras la retórica más brillante. Uno y otro no se pueden disociar, de ahí que la violencia recurra a los relatos para, de algún modo, humanizarse y adquirir un sentido. Platón hablaba de las ficciones necesarias para cohesionar a los pueblos y, de hecho, el famoso mito de la caverna no es más que el reflejo de lo que le ocurre a quien se atreve a destruir la trama de mentiras sobre la que se sostiene nuestra vida. En Sapiens, su ensayo más reciente, el historiador Yuval Noah Harari nos recuerda que ni siquiera el corpus central de los derechos humanos responde a lo que sabemos acerca de la naturaleza humana, sino más bien lo contrario. Hay algo aterrador en esta lucidez que pretende levantar todos los velos para descubrir que, detrás de la cortina, se oculta el agujero negro de las emociones rotas y las culpas no expiadas. Y hay algo también tremendo en constatar la veracidad de las palabras de Benjamin: y es que, en efecto, detrás de cada documento de cultura no se encuentra sino la barbarie, la crueldad y la caída.

Basta con acudir a los grandes monumentos del pasado -las pirámides de Egipto o de México, los templos religiosos a lo largo del mundo- o a los descubrimientos geográficos que permitieron las rutas comerciales. De Europa a América, apenas una cuarte parte de las goletas lograban ir y volver. Las tormentas, la piratería, las enfermedades, la falta de cartas de navegación adecuadas segaban la vida de los marineros. La prosperidad de Roma se asentó sobre la explotación de los esclavos, como la de cualquier gran potencia imperial. La revolución industrial, que puso en marcha los grandes avances de los siglos XIX y XX, dio lugar al proletariado, cuya miseria supo reflejar de forma certera Dickens en muchas de sus novelas. Y provocó también la aparición del marxismo y de los distintos nacionalismos como ideologías totalitarias. Nuestra actual sociedad de consumo se basa en la deslocalización industrial, la fractura de clases y el trabajo forzado de menores de edad en muchos países del Tercer Mundo. Por supuesto que no se sostiene sólo sobre esto, pero sí constituye una parte significativa.

Lo propio -y lo mejor- de la izquierda es su capacidad de permanecer atenta al sufrimiento de la humanidad: esa aptitud, diríamos, para percibir y recoger el testimonio de la barbarie en que también consiste la cultura. Sin embargo, yerra cuando cree que se puede borrar la Historia para crear un mundo virginal, nuevo y distinto. Si algo hemos aprendido a lo largo de los siglos es que ningún poder es capaz de borrar el pasado, ni de destruirlo completamente, ni siquiera de eliminarlo, sino que -en el mejor de los casos- se puede utilizar el peso de la Historia para que dé algún fruto positivo. Cuando leemos en los periódicos cuáles son las obsesiones de nuestra clase política, haríamos bien en preguntarnos si conocen esta lección tan simple.

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