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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

La ley Frankenstein

Ante la inoperancia de la nueva Ley de Arrendamientos Urbanos en Baleares, lo primero que un ciudadano tiene derecho a exigir es responsabilidad por parte de sus representantes políticos

Preguntado en una ocasión acerca del papel de la verdad en la vida, el filósofo americano Richard Rorty respondió que en una democracia nuestro deber es "proteger la libertad porque, de esta forma, la verdad se protegerá a sí misma". Rorty era, ante todo, un hombre pragmático que detestaba cualquier tipo de dogmatismo intransigente. Sabía, por ejemplo, que el progreso moral de las sociedades tiene mucho que ver con nuestra capacidad de relativizar muchas ideas, aunque la tradición, las costumbres o los prejuicios nos hagan creer que su dictamen es insustituible. Ciertamente la tradición y las costumbres -no los prejuicios- cuentan con una irradiación propia, con una belleza singular que nace de su intimidad con el pasado, aunque también sabemos demasiado bien que muchas de las usanzas que imaginamos antiquísimas no son sino una reinvención moderna de algo que se perdió hace mucho o que, sencillamente, nunca ha existido. Rorty pensaba que las ideas funcionan como marcos de análisis y "guías de actuación", pequeños o grandes faros para discernir las mejores soluciones posibles. Sabía, como Isaiah Berlin y tantos otros pensadores políticos, que absolutizar las ideas conduce en última instancia a un callejón sin salida. La moderación supone hacer posible la convivencia y la democracia. Y se trata, además, del mejor garante de la libertad que necesitamos para que progresen los pueblos y las sociedades.

He vuelto a Rorty estos días al leer las noticias sobre la deplorable Ley de Arrendamientos Urbanos que ha aprobado el Govern balear y que, en palabras del vicepresidente Barceló, constituye una auténtica "ley Frankenstein", es decir, un monstruo legislativo sin vida ni "guía de actuación", sin marco interpretativo ni valor alguno. La decisión podemita de no votar a favor del alquiler turístico en viviendas plurifamiliares admite muchas lecturas. La primera, en clave freudiana, nos indica que lo propio de la vida adulta -frente al estadio infantil- consiste en asumir los duros contornos de la realidad. O, lo que es lo mismo, la peligrosa operatividad que contienen los ideales cuando llevamos su lógica hasta el extremo. Una segunda lectura nos recuerda algo que debería ser obvio en una democracia desarrollada como la nuestra: que los problemas complejos requieren soluciones sofisticadas, pero no perfectas. Efectivamente, en el caso concreto de los arrendamientos turísticos, la postura opuesta que defiende el legítimo derecho a alquilar como, cuando y a quien uno quiera uno supone también una actitud extremista de consecuencias funestas para la sociedad. Como se puede comprobar no sólo en Baleares, sino en la ancha geografía del éxito urbano: los alquileres se disparan dificultando de forma radical el acceso a la vivienda. Ibiza constituye el mejor ejemplo de los efectos perversos de un derecho ilimitadoefectos perversos de un derecho ilimitad, sea cual sea. Sin un alquiler a precios razonables la falta de trabajadores cualificados se vuelve crónica y, a medio y largo plazo, la sociedad en su conjunto se empobrece. Los derechos, las ideas y las creencias necesitan prudencia, realismo, moderación. En el fondo, necesitan ser protegidas para que resulten efectivas.

Ante una cuestión abierta, como son las implicaciones del arrendamiento turístico, lo primero que un ciudadano tiene derecho a exigir es responsabilidad por parte de sus representantes políticos. Nada de leyes Frankenstein ni de normas muertas que introduzcan más incertidumbre en el sistema. Lo que se requiere al contrario son políticas elegantes que permitan paliar un problema persistente y que, en muchos sentidos, incrementa también nuestro horizonte de oportunidades. Es probable que un error habitual en las políticas públicas de vivienda durante estas últimas décadas haya sido no construir más edificios de protección oficial destinados al alquilerno construir más edificios de protección oficial destinados al alquiler, en lugar de pensar únicamente en la propiedad. Es probable que la idea que tuvo en su día el ministro socialista Miguel Sebastián de crear una agencia pública de alquiler tenga ahora más sentido ahora que nunca. Es probable, tal vez, que hayamos llegado demasiado lejos en la autorización de hoteles boutique en nuestros cascos históricos. También es probable que el arrendamiento turístico en viviendas plurifamiliares deba limitarse de forma adecuada. Pero, sobre todo, lo que necesitamos es que los políticos no den espectáculos ni cedan a la frivolidad de una retórica inflamada que puede servir a unos intereses electorales pero no a los del conjunto de la ciudadanía.

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