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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

La nueva clase política

Después del barullo creado por la Ley del Alquiler Turístico, ha quedado probado que el amateurismo y las buenas intenciones no bastan para solventar los problemas más acuciantes de una comunidad

En los años de la crisis se nos hizo creer que bastaba con ser buena persona -o con creérselo, que es algo muy distinto- para que alguien pudiera ser un buen político. En vista de la desvergüenza generalizada de la clase política tradicional, fue surgiendo la idea de que cualquiera que tuviera buenas intenciones y fuese "transparente" serviría para gobernar con eficacia un ayuntamiento, una comunidad o incluso un país entero. Lo importante no era el talento ni el mérito -cualidades que se consideraban clasistas, y por tanto propias de la vieja clase corrupta-, sino la buena voluntad, el amor por los débiles y la lucha a favor de la diversidad y en contra de la exclusión social. Con eso era más que suficiente.

De la noche a la mañana se pusieron de moda términos vagos y grandilocuentes como "horizontalidad", "democracia real", "calidad democrática", "sostenibilidad", "diversidad", etc, etc, y muchos ciudadanos ilusos se los tragaron sin problemas. Nadie sabía muy bien lo que esos conceptos querían decir, pero sonaban bien y se aceptaban con entusiasmo. Beppe Grillo, en Italia, llegó a decir que los aficionados -los "amateurs"- iban a solventar todos los problemas que habían creado los técnicos y los expertos profesionales causantes de la crisis, y sacó casi nueve millones de votos. Entre nosotros ocurrió más o menos lo mismo: Podemos, Ada Colau y la pequeña burguesía nacionalista que se proclama izquierdista (aunque en realidad sólo sea supremacista) ocuparon el espacio que se fue creando al calor de estas nuevas ideas. Y para ello pusieron en marcha un confuso potaje ideológico en el que se mezclaban el anticapitalismo primario, la sentimentalidad narcisista, el populismo de inspiración latinoamericana, la queja permanente y la nostalgia del bien común y de la decencia perdidas en los años del saqueo institucional. En España estos nuevos políticos no tuvieron tanto éxito como en Italia -ya que el viejo PSOE resistió-, pero ahora controlan casi todos los ayuntamientos importantes del país. Y también bastantes comunidades. Entre otras, Balears. ¿Y el resultado? Hasta ahora uno podía confiar más o menos, pero después del barullo creado por la aprobación de la Ley del Alquiler Turístico -en la que el mismo Govern reconoce haber hecho el ridículo-, ha quedado probado que el amateurismo y las buenas intenciones -y los sonoros golpes de pecho proclamando la honestidad y la incorruptibilidad- no bastan para solventar los problemas más acuciantes de una comunidad.

Que un problema tan grave como el alquiler turístico sólo haya servido para aprobar una ley inaplicable y mal redactada demuestra que hacen falta muchos conocimientos técnicos para solventar los problemas de unos ciudadanos que pagan una gran parte de sus salarios en impuestos para sostener a una clase política que sigue gozando de los mismos privilegios de siempre. No basta con las buenas intenciones y con los conceptos grandilocuentes que suenan muy bien pero no dicen nada. No basta con proclamarse honesto. Para gobernar hace falta valor e inteligencia. Y en Balears -y en el resto de España- sobre ideología (ideología gritona y quejica y narcisista) y falta inteligencia. Mucha inteligencia. Nos guste o no, las cosas son así.

Porque no hay que olvidar a la gente real que está sufriendo los problemas reales y a la que toda esta exhibición constante de palabrería y de impotencia política le tiene que sentar a cuerno quemado. En "Dunkerque", la película de Christopher Nolan que se acaba de estrenar, aparece esa gente anónima que no se sacrifica por la ideología ni por las grandes palabras, sino simplemente por la integridad innata que llevan dentro y que les impulsa a actuar en los momentos difíciles. En 1940, cuando Inglaterra parece derrotada sin remedio, esa gente anónima que no destaca por nada demuestra poseer una grandeza que hoy parece inconcebible.

Y ahí está el señor Dawson, por ejemplo -interpretado por Mark Rylance-, uno de esos civiles que tienen un barquito y que se presentan voluntarios para acudir al rescate de sus compatriotas atrapados en un puerto del que parece casi imposible escapar.

El señor Dawson probablemente no sabe ni adónde va ni lo que le espera cuando llegue a Dunkerque, pero no duda ni un instante en ponerse al servicio de su país junto con su hijo y un joven amigo de su hijo. Este hombre no tiene una ideología declarada y no sabemos si es de derechas o de izquierdas -o si eso le importa mucho-, pero es una persona cabal que sabe dónde tiene que estar en cada momento. Y si hace lo que hace, es porque sus mandos y los que están por encima de él -como el oficial de marina que supervisa la evacuación desde el espigón de Dunkerque, o como Churchill en el Parlamento- demuestran poseer una misma grandeza y un mismo espíritu de sacrificio.

Sólo que ese señor Dawson, igual que toda la gente como él, tienen mucho menos que perder si su país es derrotado en la guerra. Ellos no son ricos ni tienen propiedades ni privilegios, pero aun así se sacrifican y dan todo lo que tienen. Porque él, con su hijo y el amigo de su hijo, son la encarnación del "hombre común" en el que Orwell identificaba la integridad y la decencia que hicieron posibles el Estado del Bienestar en Europa.

Y ahora me pregunto qué diría el señor Dawson si pudiera ver a esos políticos de izquierda que dicen actuar en su nombre.

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