Diario de Mallorca

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El más que probable suicidio de Blesa en una finca de caza, aristocrática manera de quitarse la vida, es un hecho dramático que excita todas las fibras compasivas del ser humano. Aunque uno haya detestado al personaje, puede llegar a comprender su sufrimiento depresivo al descender desde el olimpo del poder y de la gloria a los infiernos del escarnio, la reconvención y el castigo. Hombre arrogante, acostumbrado a mandar, seguro de su impunidad en la arbitrariedad, no ha resistido que la sociedad, implacable como el estado de derecho, haya decidido exigirle cuentas y responsabilidades.

Alguno, al asistir a la tragedia, sentirá quizá la tentación de pensar que nuestros correctivos democráticos son excesivos, que el sistema debió haber sido más amable con el transgresor aun a la hora de castigarle, que deberíamos construir un régimen penal más humano? Es muy lícita sin duda la bonhomía del espectador sentado, una institución en este país de voyeurs, pero no deberíamos engañarnos: este sino macabro es consecuencia de una cierta manera de manejar el albedrío propio, es una elección personal del infortunado, que olvidó que nuestros sistemas de convivencia tienen reglas, y que quien las transgrede se expone a un cúmulo de desgracias tasadas y reglamentarias.

Es doloroso el trance del hombre, del ser humano, pero cuando asoma la piedad en el juicio hay que tener en cuenta que cuando los poderosos violentan la legalidad dejan también detrás de sí muertos heridos, reales o figurados pero dolientes en todo caso. Descanse Blesa en paz, pero sirva de ejemplo lo ocurrido a quien sienta la inclinación de seguir su estela.

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