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José María de Loma

Historias de tertulias

¿Debería todo hombre que se precie fundar una tertulia? ¿Pertenecer a una tertulia es un derecho o un deber? ¿El buen tertuliano, nace o se hace?

Plantar un árbol, tener un hijo y fundar una tertulia. Ya luego, con las experiencias vividas en ella se puede escribir un libro. El periodista Antonio Díaz-Cañabate (1897-1980) publicó en las medianías del siglo pasado un libro recomendabilísimo, ameno, costumbrista y bien escrito, Historia de una tertulia (Espasa) por el que desfilan anécdotas, narraciones, historias y semblanzas de las gentes que a ella acudía, en el café Lyon, allá por los años cuarenta.

Iban Lili Álvarez, campeona de tenis (personajazo); el arabista Emilio García Gómez; los escritores Edgar Neville, Eugenio D'ors o José María de Cossío; toreros como Juan Belmonte; políticos, intelectuales, diletantes, millonarios, ingenieros, pobretones, etc. Las tertulias de este tipo proliferaban, había casi una en cada esquina, Madrid tenía centenares de cafés. Luego llegó la televisión. Y la aversión al franquismo por todo lo que fuera reunión y debate. Y las cafeterías modernas, nada que ver con los cafés clásicos.

En el día de hoy, decir tertulia es imaginar a un nota sabelotodo en la televisión o radio. A veces vociferando. No siempre fue así. Sin embargo, quedan tertulias. Se fundan, se diluyen. Se mezclan, se fusionan. Tertulias futboleras de lunes en bareto de barrio; tertulias jurídicas mensuales en marisquería. Tertulias políticas en coctelería de hotel, tertulias estudiantiles cotidianas en la sala de profesores. Hay tertulias etílicas en las que nunca se pone el sol; tertulias de poetas que acaban a hostias, tertulias sabatinas de filatélicos que toman vasos de clarete en una plaza mayor y tertulias de domingo con vermú después de misa, camisa recién planchada y hay que ver, Ernestina, que guapa se está poniendo Rosita, que ya es toda una mujer y me han dicho que se habla mucho con Segismundo, que aunque ya ha dejado preñada a dos se le ve buen muchachote y tiene casi seguro plaza en la Diputación.

Nacen, crecen, se reproducen y mueren. Las tertulias. Los ministros tienen una tertulia semanal y la llaman Consejo de Ministros, dijo Cañabate. En un artículo sobre las tertulias no puede faltar una mención al café Gijón. Umbral describe con portentosa adjetivación a todos los que allí acudían en La noche que llegué al café Gijón. Hay tertulias que deberían figurar en el currículo de uno y tertulias a las que uno no hubiera querido nunca acudir.

Hace muchos años fundé una junto a un grupo de periodistas. Nos reuníamos un lunes noche de cada mes en un mesón con pretensiones, nombre de ciudad castellana y buen jamón. Invitábamos a algún político a que nos contara cosas jugosas. Me gustaría decir que fue una experiencia enriquecedora pero lo cierto es que algún lunes lo que salía del establecimiento era más pobre.

No estreché lazos con ninguno de esos politicos aunque a alguno lo conocí mejor. Sí estreché lazos con mis compañeros de tertulia y profesión. Gente estupenda. Uno de los invitados fue tan idiota que nos habló como si estuviera en una rueda de prensa. Otro se tomó tan en serio lo del off the record que nos confesó sus gustos sexuales. Yo creo que después de la cena se fue a un club, pero es sólo un barrunto, una percepción. Nunca he coincidido después con él en una tertulia para preguntárselo. Sí en una rueda de prensa, pero me daba cosa preguntarle nada. Ya hace muchos años que no está en activo. Políticamente, quiero decir, no sé sexualmente. Igual tiene una tertulia sobre sexo a la que llaman el 69. O igual se ha muerto. Conviene ponerle nombre a las tertulias, que luego pasa lo que pasa. No puedes tener una tertulia de prestigio e influencia y llamarle La peña cachonda. O una tertulia de teatro y llamarla El videoclub. Por ejemplo. Sí, todo ser que se precie debería fundar una tertulia. Pero ojo, para hablar y escuchar. Pegar la chapa, no. Plantar un árbol, sí.

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