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Antonio Papell

Depuraciones en Cataluña

La democracia avanzada, es decir, basada en la existencia de un pacto social y de un estado de derecho, así como en el gobierno de la mayoría con respeto a las minorías, es el mejor método conocido para la resolución de conflictos. Las sociedades plurales y diversas encuentran en ella el sistema para que sus contenciosos no se enconen ni se vuelvan irresolubles; para que puedan convivir, respetando las reglas de juego consensuadas por la gran mayoría, personas con creencias muy diversas e incluso contradictorias entre sí.

A estos efectos, es indiferente que el objetivo sea el melting pot cultural -una única cultura obtenida en el crisol de la diversidad-, como pretende la sociedad norteamericana, o el mosaico multiculturalista -diversas culturas coexistiendo pacíficamente sin tratar de anularse entre sí ni de confluir en un único tronco- como hacen los canadienses en su esplendoroso país: lo importante es que las libertades civiles arraigan con facilidad en estos contextos, y con ellas la creatividad, la felicidad y la prosperidad.

Viene esto a cuento del macabro espectáculo de sectarismo que estamos contemplando en Cataluña, donde en la superestructura política se está practicando una caza de brujas encaminada a detectar, señalar y excluir a los tibios o a los descreídos con respecto al objetivo irrebatible y sacralizado de la independencia. Como en un oscuro remedo del peligroso fanatismo religioso de los islamistas radicales, la independencia de Cataluña es un axioma que ha adquirido la inquietante categoría de las verdades teológicas reveladas, frente a las cuales el heterodoxo sólo merece el fuego del infierno, la condenación eterna. Y, por supuesto, la exclusión social.

El último paso en el camino hacia el primero de octubre, fecha del imposible referéndum, ha sido la depuración, la expulsión de quienes no han acreditado el fanatismo suficiente para enfrentarse a la legalidad, para hacer la "revolución pendiente", para encararse al poder legítimo constituido con el mismo cinismo que los golpistas de 1936 lucieron en su combate contra la República: quienes se mantengan leales al sistema democrático, a la legitimidad explicitada por la soberanía popular, serán rebeldes y recibirán el sambenito de traidores. Si llegara a triunfar la asonada, quienes se hubieran mantenido fieles a la Constitución tendrían que pagar muy cara su paradójica "adhesión a la rebelión", como tantos republicanos ilustres que decidieron quedarse en España al término de la guerra pensando que los militarotes no se atreverían a lo que efectivamente se atrevieron.

El parangón no es extemporáneo ni impropio: de momento, han sido expulsados de la ceremonia irrendentista quienes piensan que cualquier objetivo político puede, en democracia, conseguirse pacíficamente a través de los procesos estatuidos. Quienes creen además que, después de haber conquistado un sistema de convivencia tan perfecto, no tiene sentido jugarse la libertad y el patrimonio personal para crear un engendro promovido por la siniestra alianza entre Esquerra Republicana y la CUP, con la aquiescencia acomplejada de los herederos vergonzantes de Pujol. Quedan, por tanto, en primera línea de las instituciones catalanas de poder los decididos "a llegar al final", cueste lo que cueste.

Muy probablemente, el afán de estos "patriotas" no conducirá a parte alguna porque ni habrá urnas, ni los funcionarios públicos que deberían facilitar el proceso acatarán la orden viciada de sus dirigentes políticos, ni los mossos d'esquadra obedecerán otras consignas que las que reciban de las autoridades legítimas, previo contraste con la legalidad vigente (la obediencia debida ya no es ni atenuante ni mucho menos eximente en este país). Sin embargo, la ruptura de la sociedad catalana sangrará algún tiempo, mientras la ciudadanía reacciona y se dota de líderes diferentes, capaces de gestionar un régimen sutil como el nuestro y de auspiciar las reformas que desde hace tiempo propugna el cuerpo social catalán. Es cierto que si se hubiera actuado desde el Estado con más diligencia y sentido de la responsabilidad, no nos encontraríamos en la coyuntura actual; pero también lo es que en democracia no caben los revolucionarios dispuestos a todo. Que tomen nota quienes han descubierto recientemente su madera de héroe.

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