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Memoria de las ciudades

La memoria de una ciudad, de cualquier ciudad, se nutre de episodios no siempre agradables. La mayoría de ellos, incluso atroces. En su suelo quedan reflejadas historias o sucesos que, tal vez, no nos convenzan, o incluso nos repelan. La historia de una ciudad no la elige un alcalde. Aunque puede, eso sí, tratar de modificarla con sus decisiones. Es cierto que las ciudades son dinámicas. Desaparecen establecimientos a los que teníamos afecto y surgen otros nuevos que nos dejan indiferentes. Ya saben, mueren cafeterías o librerías legendarias que son sustituidas por franquicias. Ahora bien, si la ciudad comienza a perder puntos de referencia, está empezando a perder memoria. El cerebro de la ciudad comienza a poblarse de lagunas, de zonas muertas. Siempre he pensado que hay que recordar los malos tragos, sin por ello quedarse colgados de ellos, ni mucho menos obsesionados. El intento de dulcificar la memoria es un modo de hacer trampas. Una memoria selectiva y, por tanto, falseada. ¿Quién nos ha hecho creer que la Historia -ahora con mayúscula irritada- es un cuento de hadas o una novela rosa? A las ciudades hay que vivirlas con sus contradicciones, pues para eso son ciudades, por eso son tan humanas. Por ello son, tan a menudo, irritantes a la par que fascinantes. Una ciudad limpia de elementos distorsionadores, excesivamente higienizada, no es una ciudad propiamente dicha, sino un conjunto de edificios.

Derribar a Lenin y a Stalin pudo ser, en su momento, un acto promovido por el odio y la furia. Se comprende. Y, sin embargo, ambas figuras fueron fundamentales para el devenir de ese país. No olvidemos que Rusia fue, durante más de setenta años, un país llamado Unión Soviética. Una sociedad tiene que ser, ciertamente, muy madura para aguantar sin temblar a figuras de esta envergadura. La Historia acoge, o debería acoger en su seno, a quienes la hicieron, a quienes la cambiaron. No se trata de exaltar a ningún déspota, faltaría más, pero sí de dar cuenta de su existencia, aunque nos produzca un rechazo infinito. Ya sabemos que la Historia no es un río de leche y miel, sino un proceso bastante convulso y mortífero, salpicado de miseria y de sangre. Un río, más bien, que sigue apestando. Si empezamos a borrar del mapa todo lo que nos molesta, acabaremos por diseñar una ciudad de fantasía. Pasear por una ciudad es toparse con efigies de tipos que conquistaron la ciudad, y ya sabemos de qué modo se conquistan los lugares. Un listado de humillaciones y muertes. Pronunciemos de una vez la palabra: genocidio.

La Historia es una sucesión de masacres, y tratar de correr un tupido velo es un gesto excesivamente beato. Ahora bien, si queremos una memoria azucarada, entonces estamos hablando de otra cosa. El clásico puritanismo progre. Tampoco se trata de exhibir solamente las vergüenzas, pero sí de dejar una señal, más que nada por respeto a la memoria. Ahora bien, la cosa cambia si lo que pretendemos es acceder a un recinto aséptico y convenientemente desinfectado. Y lo dice alguien que prefiere las ciudades que no están ahogadas por la monumentalidad. Aun así, no podemos anular de un plumazo lo que detestamos. Hay que saber convivir con monumentos que fueron erigidos por anteriores gobernantes, por dictadores, por tiranos y por presidentes de la República. Que en su momento se erigieran como exaltación de determinada figura, no implica que en la actualidad tal exaltación siga vigente. Las ciudades, como nuestras existencias particulares, están conformadas por recuerdos y por señales que nos incomodan y que, con la fuerza de la costumbre, llegamos a aceptarlos como episodios de este cuento de horror llamado Historia. Aunque también es cierto que toda ciudad es un continuo proceso de escritura y borrado.

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