Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

El turismo fue un gran invento

En muchos lugares como Mallorca, el turismo de masas se ha convertido en una maldición que ocasiona muchos más perjuicios que ventajas

En 1974, el quisquilloso Roland Barthes se quejaba, en el vuelo de Air France que lo traía de vuelta desde China a Europa, de que el champán que le habían ofrecido con la comida era de pésima calidad. ¿Champán, en un vuelo normal en clase turista? Pues sí. Para los jóvenes que empezaron a viajar en avión con el nuevo Milenio es imposible imaginar que una copa de vino o de champán formen parte del orden de lo real. Pero algunos de nosotros -los muy mayores- recordamos los lejanos tiempos en que los auxiliares de vuelo servían un almuerzo o incluso una copa de vino o de champán. Todo eso, por supuesto, desapareció para siempre con la llegada de las compañías low cost.

Cuando en el año 2001 o 2002 se empezaron a poner a la venta los primeros billetes Londres-Palma o París-Barcelona a menos de diez euros, mucha gente empezó a frotarse las manos de alegría, pero yo me temí que aquello no podía traer nada bueno. Si el precio de un billete de avión equivalía al de un trayecto de taxi en una gran ciudad, ¿qué iba a pasar con los grandes centros turísticos que ya estaban saturados de visitantes y que vivían al límite en cuanto a sus recursos naturales? ¿Cómo podrían absorber tantos y tantos nuevos turistas? ¿Y qué tipo de visitantes serían éstos, si sólo tenían que pagar diez euros por un vuelo que antes costaba veinte o treinta veces más?

Ahora, diez o doce años después, ya tenemos la respuesta. En muchos lugares como Mallorca y Barcelona -y los que se irán añadiendo dentro de muy poco- el turismo de masas se ha convertido en una maldición que ocasiona muchos más perjuicios que ventajas. Muchos de los turistas que llegan son jóvenes que sólo hacen turismo de garrafón y que en vez de organizar un botellón en una nave industrial a dos kilómetros de su casa lo hacen a dos mil kilómetros, con la ventaja además de poderlo hacer en un hotel medianamente decente, con piscina y buen servicio y unas confortables instalaciones que muchos de ellos no han visto en su vida. A principios del siglo XX se podía viajar por medio mundo sin llevar pasaporte ni visado. Stefan Zweig contaba que pudo viajar a la India y a Estados Unidos, antes de la guerra del 14, sin necesidad de mostrar ningún documento oficial. Pero después de la Primera Guerra Mundial, cuando Europa se llenó de refugiados, todas las fronteras se cerraron y el mismo Zweig decía con ironía -y con gran tristeza- que ya no era escritor, sino un simple especialista en hacerse sellar los visados del pasaporte ante un burócrata despectivo y malhumorado. Los refugiados actuales conocen bien esta situación -burocracia, visados, miradas ceñudas, fronteras inexpugnables-, pero en cambio los occidentales hemos vuelto a vivir unas circunstancias bastante parecidas a las de la Europa anterior a 1914. El agravante, claro está, es que hace un siglo sólo podían viajar unos pocos afortunados, mientras que ahora no hay nadie que no viaje o que no quiera emprender un viaje hacia algún sitio.

Una vez me tocó en el asiento de al lado del avión una mujer de Tennessee que prácticamente no había salido de su región natal. Si había cogido aquel avión y viajaba a Europa, me dijo, era porque su hijo era un campeón de kárate que iba a participar en un torneo en Madrid. Si no fuera por eso, aquella mujer se habría quedado tan tranquila en su casa. Pero esta clase de personas ya no abundan. Todo el mundo, de un modo u otro, quiere estar en otra parte o viajar constantemente de un lado a otro, como si todos sufriéramos una neurosis incurable que nos impulsara a no estarnos quietos ni un segundo para no caer en las dudas existenciales o en la desmoralización más absoluta. Sólo si nos movemos sin parar creemos estar vivos. Y si dejamos de hacerlo, nos asalta la duda de que de algún modo ya estamos muertos.

En Mallorca, el turismo que llegó a partir de los años 50 fue una de las mejores cosas que nos podían haber pasado, y sólo los ceporros apocalípticos -y los hay- pueden pensar que fue un desastre que destruyó la isla para siempre. Pero ahora las cosas son muy distintas. Una isla no es de chicle y no puede acoger a un número excesivo de personas para las que no hay ni recursos hídricos ni humanos ni siquiera espacio suficiente, aparte de que esos turistas están encareciendo tanto los precios de la vivienda que se está convirtiendo en una pesadilla el simple hecho de alquilar un piso en muchos lugares de Mallorca (o de Barcelona, o de Madrid). Algún día habrá que plantearse restringir el número de visitantes e imponer un numerus clausus. Ya sé que estas medidas son muy complejas porque afectan al derecho básico a la libre circulación de las personas, pero algo habrá que hacer. En Venecia ya hace años que se lo están planteando. El problema, claro está, es encontrar la fórmula legal para hacerlo. Habrá que buscarla, aunque me pregunto si es posible hacerlo sin caer en el populismo xenófobo y paranoico que dio alas a los partidarios del Brexit.

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