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Antonio Papell

El rey ausente

Si, como alguno ha insinuado, fue de Zarzuela la idea de excluir al rey Juan Carlos de la conmemoración parlamentaria de los cuarenta años de las primeras elecciones parlamentarias de este país, la decisión sería inquietante. Y si fueron otras instancias las que con inaudita torpeza elaboraron tan incompleto protocolo, lo preocupante sería que Zarzuela hubiera admitido semejante exclusión.

De cualquier modo, el error ha sido abultado y puede traer muy negativas consecuencias. Veamos lo uno y lo otro.

El error consiste en haber intentado diluir la figura de quien dio al vigente sistema democrático una incipiente legitimidad de origen carismática e incompleta, y que sin embargo se cuidó personalmente de transformarla poco después en legitimidad constitucional y democrática. Y este error se ha visualizado tanto por la ausencia del rey emérito cuanto por la utilización del término "dictadura" por el Rey actual, que es perfectamente descriptiva y no tendría nada de particular si no fuera porque es la primera vez que la utiliza la Corona y porque, al ser un término despectivo, cuando se pone en boca de quien ahora tiene la legitimidad dinástica contradice la tesis fundacional del régimen (Torcuato Fernández Miranda) según la cual el tránsito del régimen franquista a la monarquía parlamentaria se hizo "de la ley a la ley". Parece claro que semejante desarrollo intelectual, jurídico y político se debilita si quienes cruzaron ese puente denigran en exceso el punto de partida.

Dicho con más crudeza, la única manera de legitimar la monarquía actual, que es en realidad la misma que en España había naufragado en la primera mitad del siglo XX, es a través del rey Juan Carlos, quien logró con inteligencia y sentido del Estado erigir una monarquía parlamentaria moderna que zanjó la huella de la Guerra Civil, impulsó la reconciliación de los bandos e hizo posible el establecimiento de un sistema pluralista y omnicomprensivo que ha proporcionado a España una gran prosperidad política, intelectual, económica y moral en un marco de incuestionable y avanzada democracia.

Las consecuencias de la negación de don Juan Carlos son por lo tanto obvias: si se regatean sus méritos, que resultaron suficientes para la debilísima legitimidad de origen se convirtiese en una potente legitimidad de ejercicio, la monarquía deja de tener sentido. Y lo grave del caso es que semejante cuestionamiento se haya producido, precisamente, cuando ha accedido al parlamento con ímpetu y decisión una considerable fuerza antisistema que no siente el menor apego hacia la Constitución de 1978, ve la monarquía como una institución exótica, y de forma más o menos velada reclama la apertura de un nuevo proceso constituyente que, por lógica, se establecería con mimbres republicanos.

Paradójicamente, hoy como hace cuarenta años (aunque ahora sea tácitamente) se manejan dos conceptos antagónicos, la reforma y la ruptura, como opciones de futuro. Muchos, parece que la mayoría, apostamos por mantener la vigencia de la Constitución de 1978 y, al mismo tiempo, por la necesidad de ponerla al día en los aspectos secundarios en que ha quedado imperfecta u obsoleta. Otros, bastantes, creen que la Constitución ha periclitado y que hay que establecer otra nueva, más apegada a determinada idea de modernidad, tesis que los anteriores rechazamos. Pues bien: ocultar al rey Juan Carlos, dejar de exaltar la figura de Adolfo Suárez, negar el esfuerzo de generosidad y desprendimiento que desarrollaron los fundadores del régimen -de Santiago Carrillo a Manuel Fraga, de José María de Areilza a Felipe González- es dar la razón a los rupturistas, abrir de par en par la puerta al populismo. Porque las generaciones que hicimos la Transición -como las que elaboraron la Constitución de los Estados Unidos o llevaron a cabo la Revolución Francesa- no creemos que el desarrollo y la modernidad hayan de suponer una revisión de la historia, sino su asunción plena, en lo bueno y en lo malo, con la mirada al frente. Por ello, borrar burdamente a quien fue el principal autor de la Transición hace un flaco favor al sistema de representación y de libertades, a la verdad y a todo el país.

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