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Antonio Papell

Después de Macron (o la crisis de los partidos)

La socialdemocracia europea se ha fracturado con respecto al acuerdo de libre comercio con Canadá (el CETA, por sus siglas en inglés). En el caso español, el problema se ha complicado por la especial coyuntura del PSOE, que después del Congreso ha rectificado la opinión anterior favorable al tratado, que han defendido hasta ahora los europarlamentarios del partido. El asunto es arduo y complejo, y de nuevo ha surgido la figura de Emmanuel Macron para arrojar luz sobre él: el nuevo presidente de Francia ha decidido crear "una comisión de científicos" para evaluar las consecuencias medioambientales del tratado y hacer así posible que "sea defendida la verdad científica". De este modo, Macron quiere terminar con "los temores y las dudas" de quienes desconfían de cierta forma de entender la mundialización.

El surgimiento de Macron ha representado el triunfo de una opción centrista, más tecnocrática que política, sobre las clásicas posiciones partidarias. De hecho, los dos grandes partidos clásicas de centro-derecha y centro-izquierda sobre los que ha pivotado la política francesa están literalmente en ruinas. Y las grandes decisiones de futuro que vaya a tomar le país vecino no van a ser el resultado de los debates políticos parlamentarios sino, como acaba de verse, el resultado de "la verdad científica".

Macron ha evitado seguramente que el desastroso balance del socialista Hollande y la decadencia del centro derecha liberal francés dieron paso a la extrema derecha de Le Pen o a la extrema izquierda populista de Mélenchon? De hecho, el periodista Carles Castro acaba de publicar este domingo un análisis que demuestra la caída del porcentaje obtenido en las democracias occidentales por el primer y el segundo partido en las sucesivas elecciones generales? Lo que revela la decadencia de las grandes opciones y una tendencia hacia un pluripartidismo complejo y más inestable. Pues bien: Macron es el desenlace (feliz, de momento) de este proceso de descomposición/recomposición. Pero es evidente que, aunque nos alegremos de la solución moderada y brillante, diríase incluso que providencial, que ha encontrado Francia para salir del túnel, el modelo adoptado no parece aplicable en todos los casos ni exportable a otros países.

De hecho, habría que preguntarse si es plena y sostenible una democracia sin partidos políticos, y probablemente habría que responder que no sin vacilaciones. Es más, la emancipación de los candidatos con relación a los partidos de procedencia tiene a menudo efectos inquietantes. Es, por ejemplo, el caso de Trump, amparado por el paraguas republicano pero con un discurso totalmente desligado de su organización, lo que le permite adoptar posiciones heterodoxas que no caben en la tradición americana y que fácilmente podrán derivar en un procedimiento de impeachment.

En términos inductivos, el debate sobre si hay democracia parlamentaria posible sin partidos es arduo, pero deductivamente hay pocas dudas: no hay precedentes significativos de tal modelo. De hecho, incluso las dictaduras se apoyan en partidos únicos para institucionalizar de algún modo a los actores que detentan el poder.

Intelectualmente, la tensión entre los partidarios de un Estado fuerte que garantice la equidad y un estado de menor tamaño que deje a la sociedad más margen de autonomía para resolver el problema de la desigualdad sigue y seguirá existiendo. Y no parece dudosa la evidencia de que la globalización no aportará soluciones unívocas a los problemas, que seguirán en buena medida en manos de los ciudadanos, de sus asociaciones, de sus lobbies. No es posible, en fin, imaginar una sociedad sin facciones, sin partidos, regida por técnicos. Las utopías no existen, por lo que debemos ser realistas y perfeccionar las herramientas que están en nuestras manos para autodeterminarnos. Los partidos políticos en primer lugar.

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