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Antonio Papell

El CETA, pros, contras y oportunidad

En otoño pasado, la pequeña Valonia vetó la aprobación del Tratado de Libre Comercio con Canadá (CETA). La región belga, que ha sufrido importantes deslocalizaciones industriales en el pasado reciente, temía que el tratado, que extendía aún más el concepto de globalización, pudiera dañar su agricultura y sus servicios públicos€ Finalmente, intensas presiones eliminaron tal resistencia, pero quedaba claro que la desregulación comercial no era forzosamente inocua y que, como mínimo, debía ser debatida con luz y taquígrafos.

El Tratado de la UE con Canadá es el primero de los llamados "de segunda generación": además de los desarmes arancelarios, se fijan reglas comunes para el intercambio de servicios e inversiones. El CETA contiene centenares de medidas para eliminar las barreras al comercio; en total, son 1.600 páginas y 13 capítulos en los que se regula el acceso a los mercados de bienes y servicios, las tarifas aduaneras, la participación de empresas extranjeras en los concursos públicos o el reconocimiento de los títulos profesionales. También se establecen los estándares de protección alimenticia, sanitaria o medioambiental y se incluye un capítulo sobre desarrollo sostenible. Uno de las partes más extensas y polémicas es la que recoge las garantías para la protección de los inversores a uno y otro lado del Atlántico: un Sistema de Tribunal de Inversiones establecerá cortes de arbitraje especial que resolverán las diferencias entre las empresas y los estados€ La pregunta que se suscita es obvia: ¿por qué no han de actuar en estos casos los tribunales ordinarios?

Canadá, de 36 millones de habitantes, es la décima economía mundial y el duodécimo socio europeo, y el efecto del tratado con Europa sería en todo caso limitado y discreto. Nada tiene que ver con el TTIP que se planteaba entre la UE y los Estados Unidos, primera potencia mundial con 325 millones de habitantes. Además, las regulaciones y la normativa social canadienses son relativamente semejantes a las europeas. De hecho, el rechazo al CETA sólo ha saltado a la palestra cuando se ha visto que era una especie de ensayo general para el TTIP, que sí merece una discusión mucho más profunda. La regulación, en muchos aspectos -laboral, alimentaria, medioambiental, etc.- es mucho más rigurosa en Europa que en EE UU, por lo que los europeos podríamos perder fácilmente calidad de vida si hubiéramos de asimilarnos a los americanos.

La pérdida de soberanía de los Estados miembros es la principal objeción que se esgrime ante el CETA y el TTIP. En realidad, los países de la UE ya han cedido gran parte de su capacidad regulatoria -de su soberanía- a Bruselas, por lo que de lo que se trataría es de impedir que bajen ahora los estándares de calidad: la civilización y la calidad de vida se basan no sólo en el crecimiento y el desarrollo sino en la regulación y el control. Por lo tanto, lo que se cuestiona no es el libre comercio en sí mismo, sino las condiciones en que deba desarrollarse. Y en este aspecto, la transparencia no está siendo suficiente, ni las garantías de los europeos han sido suficientemente defendidas, aseguradas ni explicadas.

La reticencia del PSOE al CETA, que es la misma que muestran socialistas alemanes y franceses (entre otros), debe también aclararse para que no haya equívocos, porque las razones de Trump, también opuesto a estos Tratados, no sólo no es la misma sino que es diametralmente opuesta: Trump se niega a aceptar los estándares rigurosos de calidad -alimentaria, social, medioambiental, etc.- que los europeos imponemos a los automóviles y a los alimentos, por ejemplo. Y los europeos nos oponemos a rebajar aranceles a quien no da cobertura social a sus trabajadores, o no trabaja contra el cambio climático, o trata de exportar coches altamente contaminantes€ Convendría que el PSOE hiciera pedagogía y se explicara convenientemente para evitar los malos entendidos.

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