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Eduardo Jordà

Fenicios

Por alguna razón, las civilizaciones comerciales no han tenido muy buena fama. Basta pensar en la mala prensa que sigue teniendo entre nosotros la palabra "fenicio", cosa rara teniendo en cuenta que la cultura fenicia se extinguió hacia el año 300 de nuestra era; es decir, hace casi dos mil años. Los fenicios eran un pueblo marinero que no creó una civilización guerrera sino comercial. En vez de conquistar territorios, preferían establecer enclaves comerciales. Sin ejércitos, sin campañas bélicas de ninguna clase, los fenicios fundaron asentamientos a lo largo de toda la ribera meridional del Mediterráneo (Mallorca, por supuesto, también fue una colonia fenicia). Comerciaban con aceite de oliva, con trigo, con púrpura, con vino, con perros adiestrados, con minerales, con pieles, con cualquier cosa. En las monedas fenicias se veían barcos, delfines, carneros, torres portuarias. En términos políticos, los fenicios no crearon un imperio ni una monarquía teocrática, sino una especie de confederación de ciudades-Estado independientes. Su alfabeto, inventado en torno al año 1200 antes de Cristo, dio origen a nuestro propio alfabeto.

Los fenicios tampoco tuvieron buena fama en su propia época. Los israelitas, sus vecinos del sur, los despreciaban por ser comerciantes y fabricantes de barcos, oficios que les parecían indignos porque la verdadera cultura sólo podía surgir del trabajo agrícola y de la vida militar (así era la vida en la antigua Israel: una sociedad de campesinos, sacerdotes y soldados). Los israelitas también despreciaban a los fenicios por tener unos dioses muy crueles a los que rendían culto con ceremonias que incluían los ritos sexuales: Baal, el dios toro, exigía sacrificios humanos y tenía templos llenos de prostitutas. Y Moloc, otro dios toro, también exigía sacrificios de niños que eran quemados vivos en una pira. El desprecio por Baal y Moloc ha llegado hasta hoy. Bertold Brecht tituló Baal su primera obra de teatro. Baal, claro está, era la civilización corrupta y decadente de los años de entreguerras. Moloc, por su parte, ha pasado a ser el dios del dinero que asociamos con la codicia y la prostitución moral. Los poetas beat, sobre todo Allen Ginsberg, se pasaron la vida despotricando contra el obsceno dios Moloc de la civilización moderna, basada en el beneficio y la codicia y la corrupción.

Uno de nuestros grandes pensadores, Antonio Escohotado, ha dedicado una trilogía de ensayos a estudiar el desprecio que suscitan las civilizaciones comerciales. Esa trilogía se llama Los enemigos del comercio y debería ser de lectura obligatoria en estos tiempos (no lo es ni lo será, por supuesto: los enemigos del comercio controlan las universidades, la enseñanza, las facultades de Pedagogía y la cultura en general). Escohotado demuestra que los prejuicios contra el comercio están muy arraigados en la civilización judeo-cristiana y siguen estando presentes entre nosotros. El comerciante no trabaja la tierra, como el buen labriego, sino que practica la usura, engaña a sus clientes y no profesa ninguna lealtad hacia su tierra y sus mitos fundacionales. Muy al contrario, el comerciante se asienta donde encuentra beneficio, se olvida de su lengua y de sus dioses, acata -o finge acatar- unos dioses ajenos y en general es escéptico o incrédulo en materia religiosa. Pensemos, por ejemplo, en ese término que aún usamos como insulto en Mallorca, botiguer.

Además -y eso es lo peor- el comerciante tiende a preferir la negociación y el pacto en vez de la imposición por la fuerza de una idea o de una creencia religiosa. La democracia tal como la entendemos se basa en el triunfo de las ideas comerciales que iniciaron los fenicios hace tres milenios (acuerdo, pacto, negociación), pero la resistencia a esas ideas ha sido muy fuerte a lo largo de nuestra historia. En el siglo XX, nazis y comunistas iniciaron una cruzada contra esas ideas. El enemigo número uno de los nazis eran los judíos, los fenicios del siglo XX que no podían trabajar en el campo (lo tenían prohibido), así que tenían que ser comerciantes y vendedores o profesionales liberales. Los nazis los llamaban "cosmopolitas sin patria", "gusanos subhumanos" y "parásitos que hay que exterminar", y al final, como todo el mundo sabe, acabaron mandándolos a las cámaras de gas. Los comunistas crearon otra figura que simbolizaba el odio general: el burgués que sólo buscaba el beneficio propio, el enemigo del pueblo, el parásito que también había que exterminar. Y lo consiguieron. El Gulag siberiano se llenó de burgueses y parásitos.

Aunque parezca mentira, los prejuicios contra el comercio continúan, aunque ahora los profesan hipsters y "politólogos" que creen que el dinero surge de la tierra por generación espontánea. Y aunque no sepamos mucho del tratado de libre comercio con Canadá que estos días se está debatiendo, está claro que la oposición que genera se basa en los mismos prejuicios que hacían clamar a los israelitas que trabajaban la tierra contra sus vecinos, los corruptos y decadentes fenicios que preferían establecer asentamientos comerciales en vez de guerrear contra sus enemigos.

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