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Antonio Papell

Agua y aceite

El sociólogo Enrique Gil Calvo ha explicado en un conciso artículo la incompatibilidad entre Podemos y el PSOE, entre el populismo y la socialdemocracia. A juicio del profesor, tres son las claves: en primer lugar, aunque las dos opciones tratan de seducir a parecidas clientelas [clase media urbana (funcionarios y profesionales asalariados), clase obrera (trabajadores de cuello azul) y clase popular (empleados de servicios temporales y precarios)], los socialdemócratas tratan de articularlas, cohesionarlas y estructurarlas apelando a sus intereses comunes, en tanto el populismo (Laclau) lo hace apelando a sus aversiones y rechazos comunes: necesita fabricar un "enemigo del pueblo".

En segundo lugar, hay diferencias de modelo de sociedad: mientras la socialdemocracia aspira al pluralismo universal incluyente, el populismo aspira a construir la hegemonía (Gramsci) entendida como homogeneidad cultural, "y de ahí su propensión a las purgas y las limpiezas excluyentes". En tercer lugar, y por último, difieren en la táctica de lucha por el poder (obviamente, siempre descartada la lucha armada): la cultura socialdemócrata se basa en la búsqueda de compromisos de suma positiva por consenso mutuo, mientras que la razón populista tiende a exacerbar el conflicto antagónico. "Y ello no tanto -concluye Gil Calvo- por una afinidad electiva con la épica del heroísmo viril (que como el valor se le supone al militante) como por puro marketing político, pues la violencia simbólica de la lucha sin cuartel parece un espectáculo más eficaz para captar la atención de la audiencia. De ahí que los populistas desprecien la tibieza del compromiso socialdemócrata y opten por la dialéctica del enemigo antagónico".

Estas tres incompatibilidades teóricas se reducen en la práctica en dos graves inconvenientes que, como ya se ha comprobado en la práctica tras las elecciones de 2015, hacen imposible reproducir aquí el mantra de la "unidad de la izquierda". Por una parte, entre Podemos y el PSOE existe una radical discrepancia originaria: el PSOE se siente coautor de la legitimidad constitucional del régimen, a la que no está dispuesto a renunciar; Podemos, en cambio, aunque acata formalmente la legalidad vigente, no se siente vinculado ni intelectual ni históricamente al modelo surgido de la Transición, ni está dispuesto a respetar el proceso evolutivo que de él emana. Hay en Iglesias un irremediable adanismo que le evita referenciar antes de él los procesos presentes y futuros.

Por otra parte, el vínculo establecido por Iglesias con Izquierda Unida, con el Partido Comunista, con el viejo leninismo anguitista, dificulta todavía más la conjunción. El viejo odio del marxismo leninismo a la socialdemocracia, "ala izquierda del fascismo" en la clásica terminología revolucionaria de la Tercera Internacional, hace impensable una cooperación leal. En cambio, el socialismo democrático no gestiona el capitalismo como mal menor ni como una etapa en la conquista de la utopía colectivista.

El PSOE, diga lo que diga la propaganda que se derrama a su alrededor, parece haber interiorizado estas evidencias, que no deben impedir pactos ocasionales con Podemos ni con el resto de formaciones políticas cuando por lógica ideológica o por conveniencia democrática haya que conseguir consensos o mayorías en determinados asuntos. Pero la concepción errónea de que Podemos podría terminar siendo una especie de "juventudes socialistas" más audaces que sus progenitores pero orientados en la misma línea debe ser desterrada cuanto antes: el populismo no aspira a ser un actor más en el juego democrático del pluralismo. Lo de "asaltar el cielo" era/es, en el fondo, un designio autoritario tras el que se encuentra un afán de transubstanciación del modelo que nos hemos dado, y que para la mayoría de los ciudadanos de este país requiere sólo un intenso aggiornamento, aunque manteniendo intactos los valores, los principios y ese estilo de tolerancia y respeto que ha caracterizado, y ha de seguir caracterizando, a nuestra vida democrática.

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