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Daniel Capó

En un mar de deuda

La deuda, tanto la pública como la privada, sigue siendo uno de los grandes problemas de la economía. A pesar del esfuerzo de estos últimos...

La deuda, tanto la pública como la privada, sigue siendo uno de los grandes problemas de la economía. A pesar del esfuerzo de estos últimos años, el apalancamiento global no ha hecho más que incrementarse: España llegó al euro con un endeudamiento inferior al tope exigido del 60% del PIB y en la actualidad ya rebasa el 100%. Son límites peligrosos que afectan a la solvencia y al futuro de un Estado. La deuda pública funciona igual que una droga, alentando el cortoplacismo de los gobiernos, además del riesgo -son palabras del economista Tyler Cowen- "de institucionalizar la irresponsabilidad política", ya que concede a nuestros dirigentes beneficios tangibles a muy corto plazo. Thomas Jefferson, uno de los padres de la democracia americana y tercer presidente de los Estados Unidos, reivindicó un principio lleno de sentido común: que cada generación se responsabilice de la deuda que ha creado y que la pague cuanto antes para no penalizar a las generaciones venideras. Esta regla de solidaridad intergeneracional debería formar parte del decálogo mínimo de creencias compartidas por la sociedad en su conjunto y por sus responsables políticos.

Pero, al mismo tiempo que resulta razonable exigir criterios de austeridad a los gobiernos, no podemos obviar que el dinero fácil de los préstamos también corre por nuestras arterias en forma de calidad de vida: hipotecas, créditos al consumo (o a la inversión) y visas de todo tipo. Necesitamos financiación para comprar una casa o un coche -y más ahora con los tipos de interés escandalosamente bajos-, para que nuestros hijos estudien un máster o, sencillamente, para llegar a final de mes. El problema, como sucede con la deuda pública, es que, cuando no actuamos con prudencia, los peligros se multiplican y nos convertimos en potenciales esclavos de un futuro fuera de control, que requiere para su viabilidad un crecimiento acelerado y en vertical de la economía y de la productividad.

Esta semana hemos sabido que Balears es la segunda autonomía más endeudada del país y que, a pesar del notable esfuerzo realizado por familias y empresas, cada ciudadano de nuestra comunidad debe 1,39 euros por cada uno ahorrado. Sólo Andalucía se encuentra en una posición peor, mientras que la media nacional sitúa la deuda privada casi a la par del ahorro disponible. Estos números dan pie a una serie de interpretaciones. La primera apunta en una dirección ya sabida: que una parte del endeudamiento balear corresponde a la mayor disparidad entre el coste de la vida en esta comunidad y los salarios percibidos. Una proporción considerable del trabajo en las islas es temporal, mientras que el precio de bienes básicos -como la vivienda o la alimentación- queda por encima de la media nacional. En segundo lugar, frente a la visión conservadora del carácter isleño que nos retrata como ahorradores y prudentes, la mayoría nos hemos sumado -nos guste o no- a la nueva normalidad del consumismo alimentado por el crédito. Y, finalmente, hay que constatar que el alto endeudamiento nos sitúa en una posición precaria para afrontar cualquier episodio futuro de crisis, cuando muden los vientos favorables y la brecha social vuelva a agrandarse. Anegada en un mar de deuda, Europa se asoma a un abismo demográfico que, si los avances en productividad no lo remedian, nos condena a seguir cercenando el Estado del Bienestar y a contar con ciclos expansivos cada vez más débiles e insuficientes.

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