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Lo que vuela

Nos damos cuenta de que el ahora ya no es exactamente nuestros tiempos cuando una novedad se transforma de sorpresa en sobresalto. Eso me pasó el otro día en un telediario. Al hilo de las pruebas preuniversitarias que se prodigan urbi et orbi por estas fechas, vi un drone vigilando el aula donde se examinaban unos escolares holandeses. Escolares, por cierto, que miraban y oían el drone con el mismo interés con que usted y yo podemos mirar y oír llover€ o menos. Y esta utilidad indoor, que promete florecer en un futuro próximo, despertó en mí una leve nostalgia al pensar en que aumentan las perspectivas venideras de los artefactos robotizados mientras menguan las de otros seres voladores más tradicionales.

En la ciudad hay cada vez menos pájaros insectívoros, como vencejos, aviones y golondrinas. La arquitectura deja de ser amable; evita los aleros de tejado, y las cornisas que podían amparar a las golondrinas o los aviones quedan demasiado cerca de los urbanitas, que no los reconocen como embajadores de buena fortuna en misión anual. Durante años tuve cerca dos nidos de aviones, sobre el balcón de un piso vacío al que volvían cada primavera. El cortejo, la cría y la enseñanza de vuelo a la nueva generación eran un espectáculo delicioso, que en ocasiones adquiría tintes dramáticos con las razzias de las grajillas. Un buen día el piso se ocupó; por suerte en otoño, cuando ya se habían marchado. Enseguida desaparecieron los nidos. Meses después volvieron los aviones y no encontraron su casa. Se fueron tras volar un buen rato entre comentarios -quiero pensar que vitriólicos- en torno al balcón. Los hermosos cielos de junio están cada vez más vacíos. Cada vez escasea más el ir y venir acrobático y veloz de vencejos persiguiéndose, locos, como chiquillos que gritan y juegan en un patio de colegio. Deja de oírse el parloteo de las golondrinas ("que le quitaron al Señor las espinas de la corona", nos contaban de niños), posadas en cualquier cable callejero entre dos postes: hoy las líneas telefónicas y eléctricas van bajo tierra. En mi barrio sólo un viejo convento cobija a unas pocas. Por la tarde se ejercitan en pasar entre los coches, y rozan con las alas el asfalto como si fuera un río.

También se alejan de la ciudad las cigüeñas, que prefieren las torres eléctricas rurales a los campanarios urbanos. Aunque la Biblia la considere animal impuro, la cigüeña simboliza la contemplación filosófica, la piedad filial, el viajero. En lo alto, inaccesibles, pero también cercanas y humanas; ¿acaso no traían a los bebés? Una persona tuvo la suerte de hospedar a una cigüeña en su casa, en su patio, hasta que se recuperó: Juan Goytisolo, otro viajero entre África y Europa. Cuando conocí al escritor, centenares de cigüeñas invernaban en el palacio marrakchí de El Badi. Ojalá ellas, en este inestable mundo, puedan continuar su ciclo durante mucho tiempo.

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