En 1802, desde la fría Cartuja de Valldemossa, Jovellanos escribía una Memoria sobre la educación pública dirigida a la Ilustre Sociedad Mallorquina. La ilustración confinada en Mallorca, que pasó de la Cartuja de Jesús Nazareno a unos aposentos si no con mejores vistas, sí más lúgubres e incómodos, el Castillo de Bellver, repetía un tópico ya señalado hace años ante el Consejo de Castilla y aún hoy vigente: "Ya no es un problema, es una verdad generalmente reconocida que esta instrucción [pública] es la medida común de la prosperidad de las naciones, y que así son ellas de poderosas o débiles, felices o desgraciadas, según que son ilustradas o ignorantes". Eso mismo señalaba nuestro ilustre huésped en 1798 en su Plan para arreglar los estudios de las universidades e ideas similares repetía desde la celda de Valldemossa, de monje y de preso común. ¡Consolaciones de la Filosofía! Jovellanos había sido buen clínico, se había paseado por la geografía española y tomaba notas como quien levanta historias clínicas. No recogía datos sin más, sino que quería conocimiento de primera mano. Como puede verse, la universidad era un problema en el XVIII y lo es hoy. La universidad nos sorprende cada día con una noticia que habla de prácticas corruptas y endogámicas o de rankings extraños que ponen los pelos de punta al más elemental de los sentidos comunes. No me imagino ni a Jovellanos ni a Marañón tomando decisiones con esos mismos elementos de juicio. La última, apareció hace pocos días. Un estudio de la Fundación BBVA dictaminaba que la recién creada Facultad de Medicina de la UIB era de las mejores. Para semejante juicio se ampara dicha fundación en unos complejísimos métodos estadísticos que no se sabe qué miden -lo debe saber el matemático de turno delante de su ordenador- y la pregunta que nos hacemos los profanos en la magia de los números es ¿cómo puede ser excelente una facultad que todavía no ha dado un solo médico, que funciona básicamente con profesores asociados y que apenas tiene un año de vida? ¡Pues lo es! Larga vida tenga la susodicha Facultad y ojalá en un futuro muy próximo nos proporcione excelentes profesionales pero el BBVA que se olvide de que meta los millones que no tengo en algún fondo suyo. Con semejantes predicciones y análisis de bola de cristal prefiero guardar el dinero debajo del colchón.

Marañón escribía en 1936 en Vocación y Ética acerca de las estadísticas y demás métodos a los que no dudaba en otorgarle crédito a la vez que señalaba que, ante todo, debía primar "el valor de la observación directa frente a la excesiva afición investigatoria de los jóvenes, que estimo legítima, que yo mismo he procurado entender, pero que necesita su freno". El caso de la selección del profesorado, de la evaluación de los méritos, de los rankings universitarios ¿no tiene algo de lo que Ortega denominaba "la tiranía de los laboratorios"? y que repetía con insistencia Marañon al señalar que el profesor de universidad es responsable de lo que forma y que, por ende, debe estar seleccionado adecuadamente. Pero cómo, ¿con rankings, y datos presuntamente objetivos? Decía el autor del ya olvidado Manual de diagnóstico etiológico que vivíamos en "la tiranía de la técnica sublevada" y ante tal régimen no queda otra que alzarse con las armas de la crítica. No hace falta decir que hoy tanto Ortega como Marañón quedarían fuera de la institución. Tanto peor para la institución. Difícilmente el primero pasaría el filtro de la ANECA con tanto artículo periodístico y tan poca revista "de impacto", al segundo le dirían que tenía excesiva tendencia a la dispersión y que más valdría se centrara en algo concreto como ¿las secreciones internas? Menos mal que ya en 1936 advertía en contra de los peligros del enciclopedismo que atemperaba con una cuidadosa formación humanística para el hombre de ciencias. Ni la universidad es una administración cualquiera ni es inocente como ya señalara Marañón: todo docente es responsable de su práctica en conjunto, ya sea evaluando alumnos, doctorandos, escribiendo o seleccionando nuevos candidatos y lo que hace tiene claras repercusiones sociales, pues forma a los futuros profesionales.

La universidad española tiene muchos problemas, pero uno sobresale sobre los demás: tiene un grandísimo problema de comunicación. Ni se entiende desde afuera ni desde dentro. Urge, hoy como ayer, plantear una nueva misión de la universidad si lo que queremos es no sólo producir mano de obra cualificada, obreros del conocimiento no menos sujetos a la mediocridad, la manipulación y, en definitiva, a devenir masa altamente cualificada pero igualmente idiotizada. La universidad da a luz a esas imprescindibles hormiguitas de laboratorio, leguleyos, empleados de banca, galenos, funcionarios grises, e incluso individuos que usan sus títulos de graduados en letras para envolver cualquier vianda porque desgraciadamente no les sirven para nada más, pero ¿da lugar a ciudadanos libres capaces de actuar responsablemente? ¿Da lugar a personas capaces de formular buenas preguntas o de ver simplemente el enfermo con sus propios ojos y sin las anteojeras del sujeto media? Me temo que la solución ni pasa por medidas inquisitoriales ni por más reglamentación y burocratización sino simplemente por dos cosas: (1) saber mirar y escuchar y (2) tener una ética profesional. Está claro que no podemos prescindir de la institución que ya en el XVIII se señalaba como causa de la riqueza y del bienestar aunque fuera desde el exilio y la prisión de Bellver. Al César lo que es del César, el rector Huguet, en una confrontación de campaña con el Dr. Crespí -no sabemos si un amago de proceso kafkiano instruido por la presidencia del Consejo Social- lo dijo alto y claro: antes que inquisidores y policías universitarios necesitamos una ética profesional, puedo añadir que se sume a eso por fin un claro ethos universitario. ¿Lo conseguiremos ilustre maestro Jovellanos?