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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

No es país para viejos

Últimamente a Adela todo le parece tan ficticio como su nombre, escogido esta vez al azar para contar su historia sin despojarla del anonimato. Porque, no nos engañemos, cada vez tendemos más a huir emocionalmente de aquello que nos resulta demasiado cercano, como si nos fuera a contagiar la desdicha. Pues bien, ella llegó con la posguerra a Mallorca. Ya no sabe muy bien si le perseguía el hambre o escapaba de un marido que muy de vez en cuando le pegó y siempre le escatimó el afecto.

El caso es que decidió desaparecer, poner mar de por medio y, afortunadamente, dos cosas le fueron favorables; que él jamás la buscó para encontrarla y que en aquél momento brillaban los primeros destellos de una industria que había de cambiar la fisonomía social y económica de la isla. De modo que Adela, para sacar adelante a sus cuatro hijos, se puso a fregar suelos, hacer camas de pensión e incluso estuvo de cocinera en un hotel, antes de emplearse al cuidado de una señora mayor, soltera de toda la vida y "con posibles", como se decía entonces. Del dinero ya no tuvo que preocuparse en lo sucesivo, porque esa mujer, agradecida, se aseguró de que ella tuviera la vida mínimamente resuelta cuando la suya propia llegara a su fin.

Así que ahora Adela, que ya nota más de la cuenta el peso de los años, ha recogido sus cuatro pertenencias y sus cuarenta mil recuerdos y se ha marchado con todo eso a vivir a una residencia. Ella se dice con frecuencia que podría haber resistido en casa, para no sentir como una losa lo eterno de las horas que antes pasaba entretenida en cocinarse su comida, lavar y remendar su ropa o cuidar de la media docena de macetas del patio de atrás. Sin embargo, mira el panorama a su alrededor y, pese a los esfuerzos de los cuidadores de ese hogar de acogida, sabe que el tiempo es implacable y que también su cuerpo y su mente irán encogiendo, regresando a esos orígenes en los que todos hemos dependido por entero de otros. Y quiere decidir por si misma antes de que ya no pueda.

Se habla poco, o con cierta incomodidad, de la gran vejez -la "posmadurez", podría denominarse en este presente de estúpidos eufemismos-, que es aquella que sobreviene en una especie de tiempo de descuento y a la que cada vez llegan más número de individuos. Y pese al afán de la ciencia, la naturaleza sigue mediando para que lo hagan con frecuencia con un serio deterioro de sus facultades físicas o mentales, o de ambas cosas a la vez. Esa vejez última, que tiende a confinar a los humanos en la cárcel de un cuerpo limitado. Quizás en este siglo de respuesta para todo quepa preguntarnos ya no cómo atender a estas personas, sino cómo asegurarnos de que lo sigan siendo. La dignidad intelectual, como valor a proteger, además del cuidado físico y la satisfacción de las necesidades básicas.

Claro que esa es una aspiración para la que se requieren cambios profundos en la forma en la que pensamos nuestra sociedad. Es necesario suavizar la idolatría hacia lo práctico, porque nos está volviendo menos humanos y más idiotas. Una comunidad que se consagra a un rendimiento económico con engranaje exclusivamente productivo y no facilita que las familias puedan atender y convivir adecuadamente con todos sus miembros no invierte a futuro y está herida de olvido. Puede que esa fuera la apuesta cuando hace un puñado de años, algunos gobiernos, entre ellos el de aquí, decidieron priorizar la atención domiciliaria y no el internamiento en residencias. Sin embargo, se constata que el sistema no estaba maduro para semejante hazaña.

Hoy, 36.000 habitantes de más de 65 años viven solos en Balears, y en Palma más de un millar de demandantes aguardan a que les toque una plaza pública para entrar a vivir en centros de personas mayores dependientes. Sus allegados, si los hay, no pueden -o no quieren, o no saben- encajarlos en sus rutinas diarias, porque no se ha creado una verdadera cultura social en esa dirección que los respalde. Las escasas iniciativas de cooperativas de jubilados en España no han arraigado en las Islas y son, aún, un tímido experimento que requiere capital personal y por eso no está al alcance de todos.

La era de la longevidad esta plagada de soledades que ni las nuevas tecnologías pueden reparar. Más aún, posiblemente las generaciones digitales y las que hemos transitado a lomos de los dos siglos, llegaremos a percibir con más intensidad ese aislamiento. Nunca antes nos habremos sentido tan desamparados como en esta época en la que hasta los virus se comparten en pantallas de siete pulgadas, y lo nuevo y lo último determinan la sabiduría moderna, esa que suele ser flor de un día y que se reivindica descaradamente porque concibe como una amenaza los saberes acumulados a golpe de arruga. Falta piel.

Pero vienen por delante muchas otras "adelas", como la que hoy hunde su profunda mirada verde en el infinito de ese cielo azul que observará tantas tardes como queden por venir. Cuenta gorriones una y otra vez y al acompañarlos con la vista se sueña liviana y vuelve a sonreir. Puede que todavía estemos a tiempo.

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