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Un día, dos visiones de España

Con doce años viajó con su madre a Francia e Inglaterra. Visitó el Louvre y el British Museum, y al acabar el periplo escribió en su diario infantil: "Cuando sea mayor quiero vivir en un museo". A pesar de aquella avalancha de impresionismo y arte grecorromano, lo que realmente despertó la curiosidad del niño Archer Milton Huntington fue un libro que compró en Londres - Los zincali: los gitanos en España- del escritor George Borrow. Desde ese momento y hasta su muerte con 85 años, dedicó su tiempo y la inmensa fortuna heredada de su padre al estudio y difusión de la cultura hispánica en Estados Unidos. En 1934 fundó en Nueva York la Hispanic Society of America, y para albergar sus fondos construyó un elegante edificio del estilo Beaux Arts al norte de Manhattan. Alejada de la zona de los grandes museos en la Quinta Avenida y el Midtown, la Hispanic Society queda fuera de los circuitos turísticos y no goza de la atención de otras colecciones privadas como la del Guggenheim o la Frick Collection.

Ahora el vetusto edificio neoyorkino ha cerrado porque necesitan dos años para reformarlo, y gracias a ello el Museo del Prado está mostrando doscientas de sus joyas más selectas entre las 18.000 obras de arte y los 250.000 manuscritos que atesora. Velázquez, Goya, Murillo, Zurbarán, El Greco, Zuloaga, Anglada-Camarasa? y así hasta llegar a una fascinante selección de Sorollas. Huntington fue el gran mecenas americano del pintor valenciano a principios del siglo XX, pero nunca habían salido de Estados Unidos los grandes tesoros de su obra que ahora se exponen temporalmente en El Prado. En la planta superior del edificio de los Jerónimos cuelga una galería con lo más granado de la intelectualidad española en aquella época. Sorolla retrató a Galdós, Baroja, Emilia Pardo Bazán, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Machado, Menéndez Pelayo y Blasco Ibáñez, entre otros. Lo increíble es que esa colección iconográfica respondiera al encargo de un extranjero. Huntington estaba interesado no sólo en los clásicos de la pintura española, sino también en la obra de artistas vivos como Joaquín Sorolla. O sea, un millonario neoyorkino quiso que su país, una joven potencia mundial recién vencedora de la guerra del 98, configurara una nueva mirada llena de admiración sobre la nación derrotada, reconociendo la riqueza de su pasado histórico y cultural. Para Huntington era muy importante que el conjunto encargado a Sorolla diera cuenta de la diversidad entre las diferentes regiones pertenecientes a un mismo país, y por ello pidió al pintor valenciano que titulara la serie Visión de España.

Aquella mañana de domingo no pude evitar sentir durante la visita a la exposición una mezcla de fascinación y tristeza. Apenas doce horas antes había asistido en directo a un espectáculo bochornoso, que cada año merece menos atención en los medios de comunicación porque comienza a ser rutina. No hay vídeo ni audio que pueda recoger la magnitud de la pitada al himno español en el Vicente Calderón antes de la final de la Copa del Rey. Una megafonía atronadora no consiguió evitar percibir lo que era evidente para los que estábamos allí: silbó todo dios. A mi lado se sentaba una señora de Vitoria con la que había estado hablando en los prolegómenos del partido. Tenía más de sesenta años, era afable, y entendía de fútbol lo mismo que yo de cricket. Pero allí estaba, dispuesta a disfrutar de una final histórica para un equipo modesto como el Alavés. Cuando comenzaron los acordes un joven a mi derecha levantó su dedo medio dirigiéndose al palco de autoridades, y luego comenzó a girarlo recorriendo todas las gradas del estadio. Expresaba así su deseo de que nos dieran por el culo a todos los asistentes que nos pudiéramos sentir españoles, empezando por el jefe del Estado. Entonces me giré a a izquierda, y vi que la señora simpática también se desgañitaba para tapar las notas del himno. No sé bien con qué expresión la miré, pero supongo que era la misma que se me puso al día siguiente en El Prado: asombro y tristeza. Ella se dio cuenta. Paró un segundo y esbozó una sonrisa dulce, como disculpándose. Luego se giró para silbar en dirección contraria a mi y al palco, para no verme. Yo seguí observándola, y entonces dejó de pitar definitivamente, creo que avergonzada, y escuchó en silencio la segunda parte del himno.

Desconozco qué ideas políticas tenía aquella mujer. En realidad no importa. Lo que supo al ver mi rostro es que una persona con la que había mantenido una conversación divertida y cordial unos minutos antes, se estaba sintiendo ofendida. Y en ese preciso instante se comportó con respeto. Tan sencillo como eso. Del exabrupto anónimo al gesto afligido de quien le había preguntado por sus nietos y su jugador favorito albiazul. Creo que no veré una Euskadi ni una Cataluña independiente. Esto es sólo una opinión. Lo que constituye una certeza es que en mi vida pitaré un himno, ni utilizaré una bandera como felpudo. No lo haré por respeto a los sentimientos de los demás, y sobre todo porque mi visión de España coincide mucho más con la Archer Milton Huntington que con la de aquellos que pretenden construir su Estado desde el odio y la intolerancia hacia los que no piensan como ellos.

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