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Antonio Papell

La ética y la estética

En 1965, los catedráticos Aranguren, Tierno Galván, Sacristán y García Calvo fueron expulsados de sus cátedras universitarias, en uno de los coletazos más duros contra la apertura democrática de la dictadura franquista. Ante aquel desafuero, el extremeño José María Valverde, refinado poeta y catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona, remitió a Aranguren un escrito de apoyo y anunció su decisión de renunciar a la cátedra de Estética en la universidad de Barcelona, porque nulla aesthetica sine ethica (sin ética no hay estética). Aquel fue uno de los más hermosos gestos de la resistencia contra el régimen autoritario.

En las dictaduras, la estética está ausente por definición, pero las democracias se caracterizan por alentar determinados valores estéticos que acompañan a los códigos de valores y a los procedimientos políticos. Naturalmente, es este un territorio subjetivo en el que resulta difícil establecer reglas cerradas, pero a la postre cada actor político de los regímenes cuida su imagen, en todos sentidos, como parte de un patrimonio que deberá exhibir para mostrar en plenitud su propia dignidad en las instituciones o en las confrontaciones electorales.

En relación a los paraísos fiscales -asunto de moda en estos tiempos-, su sola proximidad contamina. Todos los grandes (presuntos) corruptos que están siendo juzgados en los diferentes y voluminosos casos de corrupción los han utilizado de un modo u otro, y una de las escasas dimisiones que se han registrado al más nivel, la del ministro José Manuel Soria, estuvo relacionada con la existencia de unas cuentas de su familia en Panamá. En aquella ocasión, horas después de que Soria se marchara del gobierno por haber dado versiones contradictorias de aquellos hechos, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, lanzaba una atinada frase lapidaria que quedará grabada en los muros del Ejecutivo: "Nadie que haya operado en paraísos fiscales puede estar en el Gobierno". No se trata de una norma legal de obligado cumplimiento sino de un canon estético, plenamente oportuno, que expresa un criterio de simple sentido común.

Pero resulta que, hasta que el Gobierno, abrumado por las evidencias, daba a entender que la posición del fiscal anticorrupción era insostenible y sus propios compañeros le reclamaron abiertamente la dimisión del cargo, el hasta ahora titular de la Fiscalía Anticorrupción pensaba que su cargo no era incompatible con la noticia de que es dueño del 25% de una firma offshore constituida en Panamá en 1988, pocas semanas antes de que dicha sociedad adquiriese el chalé de Collado Villalba que hasta entonces perteneció de forma personal a los progenitores de Manuel Moix. Al fallecer estos, la sociedad quedó en poder de los cuatro hermanos, que tienen dificultades para liquidarla porque alguno de ellos no podría hacer frente a las correspondientes plusvalías.

Es posible que nada de todo esto tenga contenido delictivo alguno. Pero habría que estar ciego para no ver sus ingredientes gravemente antiestéticos. Al común de los mortales nos resulta difícil de entender que una familia decida de repente residenciar su vivienda habitual en Panamá y nos chirría aún más que un fiscal anticorrupción, el que debe poner fin a los escándalos protagonizados por una clase política que no ha estado a la altura de los requerimientos, el que ha de contribuir a extender determinados valores de honradez, transparencia y conciencia fiscal, no entienda sus propias incompatibilidades.

Es grave que no hayamos recibido todavía una explicación que nos permita entender por qué Ignacio González, hoy en prisión con una retahíla de acusaciones sobre sus espaldas, estaba encantado de que Manuel Moix fuera el fiscal anticorrupción, pero en todo caso la estética se ha impuesto al fin, y ojalá que este criterio se prodigue en el futuro. Porque no solo el código penal marca en política el límite entre lo tolerable y lo intolerable.

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