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Eduardo Jordà

LAS SIETE ESQUINAS

Eduardo Jordá

El serrucho oxidado

El discurso apocalíptico sobre los recortes sanitarios ha hecho su efecto y todos lo aceptamos encantados

Mucha gente está convencida de que la Sanidad pública es un desastre sin paliativos, y el día que te operan, después de diez o quince años en la lista de espera, el cirujano te extirpa un tumor con un serrucho oxidado, por el que encima te obligan a pagar un plus por culpa de los copagos. Hace años, en una gala de los premios Goya, una actriz gritó desde el escenario que en un hospital público le habían obligado a pagar por un botellín de agua. Al oír aquello, todo el público se puso en pie y la aplaudió a rabiar. Me juego lo que quieran a que ninguno de aquellos espectadores indignados había puesto los pies en un hospital público en los últimos tres o cuatro años, pero todos daban por buena aquella idea y la aceptaban sin rechistar. El discurso apocalíptico sobre los recortes sanitarios había hecho su efecto y todos lo aceptaban encantados. No sé en qué hospital le cobraron a aquella actriz por su botellín de agua, pero estoy seguro de que ese cobro no es una práctica habitual ni lo ha sido nunca.

Lo digo con la autoridad de quien lleva dos años y pico dando tumbos por los hospitales públicos. Ya no recuerdo cuántas veces he pasado por un quirófano, y encima, en estos mismos años, he tenido familiares muy próximos que han pasado por la misma situación. Mi hermana y mi padre murieron en Son Espases con nueve meses de diferencia. Mi hermana, además, tuvo que soportar una enfermedad muy compleja, pero en vez de recortes y cobros por botellines de agua, lo que recibió fue un trato superlativo por parte de todo el mundo, desde los oncólogos a las enfermeras y los auxiliares. Una de las cosas que más me sorprendió durante la enfermedad de mi hermana, cuando empezaba a tener mucha fiebre o perdía por completo el apetito, es que una mañana se levantaba y simplemente decía: "A Son Espases". Así, sin más. Y no lo decía con rabia ni con desánimo, como yo habría imaginado, sino con la secreta alegría de quien volvía a un sitio donde se sentía mucho más segura y protegida que en su propia casa. A mí me costaba entenderlo -¿cómo es posible que alguien quiera ser ingresado en un hospital?-, pero al final, después de haber visto todo lo que hicieron por mi hermana en Son Espases, comprendí la razón de aquella especie de entusiasmo en alguien que se estaba muriendo.

Y sin embargo, muy poca gente se atrevería a creer que estas cosas son ciertas. Se ha impuesto un relato tan catastrofista y negativo -los recortes, las negligencias, los abusos de las farmacéuticas, el desmantelamiento de la Sanidad pública- que nadie que no haya tenido un contacto directo con nuestros hospitales estaría dispuesto a creer que las cosas son así. El otro día, en el hospital, la mujer que cuidaba a su hermano en la habitación contigua a la mía me contó que estaban tan entusiasmada por el trato que le habían dado a su hermano que quería enviar una carta de agradecimiento a la direccón. Por señas -no puedo hablar por una operación de garganta- le dije que yo pensaba lo mismo. Y estoy seguro de que pensaban lo mismo la mayoría de los pacientes y familiares que ocupábamos aquella planta (una planta extrañamente silenciosa porque todos teníamos operaciones recientes de garganta). Médicos y enfermeras nos llamaban por nuestro nombre, nos mimaban, nos atendían. Y en cuanto a las auxiliares de planta, no tengo ni palabras. Una tuvo la paciencia de ayudarme a ducharme con una vía y un drenaje puestos -un proceso muy complicado-, con toda la amabilidad del mundo y sin rechistar ni un instante. Y en otra ocasión, cuando mi vecino de cama era un gitano rumano singularmente gruñón y desapacible, vi cómo las enfermeras y auxiliares lo atendían a las cuatro de la mañana -una hora en la que uno no suele estar del mejor humor posible-, y mientras el rumano protestaba por todo lo que le hacían, las enfermeras le hablaban con un afecto y una simpatía que no eran en absoluto impostadas. A las cuatro de la mañana nadie está para mandangas.

No pretendo decir que no haya habido recortes vergonzosos en nuestra Sanidad pública. Claro que los ha habido, y los trabajadores sanitarios han sido los primeros en verse obligados a trabajar en pésimas condiciones. Lo que pretendo decir es que ese supuesto dogma del desmantelamiento de la Sanidad pública es un mito perverso que algunos se han encargado de difundir: unos sabiendo que era falso -aunque lo difundían porque esa falsedad favorecía sus intereses-, y otros por puro desconocimiento o por mera credulidad ante los mitos sociales que se imponen en el imaginario colectivo (los "relatos", como los llamamos ahora). Pero hay que tener cuidado con esos mitos. Hay quien los llama "verdades alternativas", cuando en realidad sólo son una cosa muy antigua: mentiras.

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