Una de las particularidades históricas de la democracia española reside en su escasa tradición pactista. El acusado bipartidismo nacional, favorecido por la ley d´Hondt, explica en parte la ausencia de coaliciones al frente del país. Este déficit choca claramente con la cultura del diálogo y del consenso presente en las principales naciones de nuestro entorno. Pensemos por ejemplo en Alemania, donde Merkel gobierna gracias a un acuerdo con la izquierda, o en las frecuentes cohabitaciones que se han dado en Francia. El valor político del pacto resulta indudable ya que, por un lado, excluye el riesgo de fractura implícito en cualquier concepción meramente plebiscitaria de la democracia y, por otro, proporciona estabilidad y consenso a las grandes políticas de Estado. Además, la crisis actual del bipartidismo, con la ruptura del sistema tradicional de partidos, requiere forzosamente facilitar la gobernabilidad y renunciar a la demonización gratuita del adversario.

Un ejemplo distinto al ofrecido por el gobierno central a lo largo de la historia es el de las autonomías y, de un modo más acentuado aún, el de los ayuntamientos. Y esto seguramente se debe a que en la Administración Local rige de forma inmediata el principio de subsidiariedad, una regla de gobierno fundamental que acerca el poder a los votantes y obliga a los políticos a encauzar sus diferencias. Los pactos de gobierno enriquecen la cultura democrática, aunque por supuesto lo exigible pasa por negociar políticas y no cargos, líneas de actuación y no cuotas de poder. En este sentido, no deja de llamar la atención una particularidad cada vez más frecuente en la firma de los acuerdos de gobernabilidad que consiste en convenir el cambio de alcalde una vez cruzado el ecuador del mandato. Ante esta práctica de los partidos, resulta legítimo preguntarse si estamos ante la mejor de las soluciones o si, por el contrario, enmascara otras razones menos nobles, ya sean los personalismos o, más sencillamente, la necesidad que tiene cada partido de visibilizar -y, por tanto, de capitalizar- su gestión en los ayuntamientos. En todo caso, la lista de municipios mallorquines que han cambiado o van a cambiar próximamente de alcalde es larga y vale la pena detallarla: Alaró, Andratx, Artà, Manacor, Petra, Santa Margalida, Sineu, Son Servera y ses Salines. Hay dos casos adicionales que también conviene recordar: Llucmajor, con la particularidad de que habrán desfilado tres -y no dos- alcaldes durante estos cuatro años; y, sobre todo por su peso singular, Palma, con el cese el próximo 29 de junio del actual presidente del consistorio, el socialista José Hila, y su inmediata sustitución por el edil nacionalista de Més, Antoni Noguera.

Esta nueva praxis en la política municipal admite dos lecturas: la primera subraya las bondades de los grandes acuerdos transversales que dotan de estabilidad a la gestión de nuestros pueblos y ciudades; la segunda nos alerta del peligro de caer en ineficiencias, sobre todo cuando sólo se han pactado nombres y no políticas concretas de largo plazo. Los ciudadanos debemos ser especialmente exigentes al reclamar a los partidos que los cambios al frente de las alcaldías no deterioren la calidad y la eficiencia en la gestión. El descrédito general que afecta a los representantes públicos de nuestro país incide también, de un modo muy especial, en la política local, ya que justamente se ha visto en los municipios, y en algunas de sus competencias principales como la urbanística, uno de los epicentros principales de la corrupción. Es importante para la salud democrática española recuperar el comportamiento ejemplar en la política local, más allá de los peligrosos intereses cortoplacistas que tan a menudo guían las decisiones de los partidos.