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Eduardo Jordà

Los dedos mutilados

Nuestros antepasados del Paleolítico no eran muy distintos de nosotros. En las paredes de las grutas pintaban penes y vulvas, igual que siguen haciendo nuestros adolescentes con las imágenes que se envían por WhastApp. Y también pintaban cientos de siluetas de manos -manos de hombres, manos de mujeres, manos de niños- que vendrían a ser los selfis de nuestra prehistoria. Pintando el contorno de una mano -o la mano entera- sobre la pared de una gruta, alguien quería dejar una huella de su existencia que viniera a decir "éste soy yo". Muchas de esas manos del arte rupestre están mutiladas. A algunas les falta un dedo o parte de un dedo, a otras dos, e incluso hay algunas que carecen por completo de dedos. Es normal que fuera así. Esas manos habían sufrido amputaciones traumáticas por culpa del frío extremo o por un sinfín de accidentes. Accidentes de caza, accidentes por caídas o por combates, accidentes con anzuelos: docenas, cientos, miles de accidentes.

Cuando yo era niño, los pescadores del puerto pesquero de Cala Ratjada también tenían las manos y las piernas llenas de cicatrices. Muchos se habían clavado un anzuelo o se habían dado un golpe tremendo durante una tempestad. Y lo mismo podría decirse de cualquier otro trabajador manual: tarde o temprano aparecían los dedos mutilados, las cicatrices de una caída en una obra, las secuelas de una descarga eléctrica o de un encuentro aciago con una cortadora. Mi padre trabajaba -era uno de sus muchos pluriempleos- como asesor médico en una mutua de accidentes laborales, y a veces me dejaba ver sus expedientes de trabajo. Cuando muchos años después leí a Stephen King, me di cuenta de que ninguna de sus historias podía competir en escalofríos con la gélida prosa de aquellos partes de accidente.

La convivencia con el dolor físico -y la subsiguiente conciencia de que ese dolor era una parte fundamental de la vida- ha sido una constante de la experiencia humana desde los tiempos del Paleolítico. En ese sentido no hay muchas diferencias entre nuestros antepasados que pintaban bisontes en las cuevas y nosotros mismos, o al menos los que crecimos en un mundo en el que el dolor físico todavía ocupaba un lugar primordial. Pero ese mundo probablemente haya dejado de existir. Hoy en día cualquiera de nosotros está expuesto a ver miles de imágenes de belleza física -belleza corporal, paisajes hermosos, edificios "emblemáticos"-, y en cambio apenas vemos imágenes de deterioro físico o de cualquier otro aspecto desagradable de la vida. Esas imágenes siguen existiendo, por supuesto, sólo que hemos llegado a un acuerdo tácito para encerrarlas en una especie de lazareto al que casi nadie quiere asomarse. Y les hacemos creer a los niños que el mundo es un lugar maravilloso en el que no existen el dolor ni la enfermedad, no vaya a ser que se traumaticen o que se depriman antes de hora. Y con ansia neurótica vamos escondiendo todos los dedos mutilados, todos los ancianos decrépitos, todas las heridas que nos saquen de nuestro confortable limbo indoloro y nos recuerden, ay, que la vida no es un cuento de hadas.

Como es natural, esta actitud tiene sus consecuencias. Durante siglos, los seres humanos hemos aprendido a juzgar las cosas con arreglo a nuestra experiencia inmediata. El fuego quema; el hielo también quema, pero de otra manera; la enfermedad duele; la muerte llega. Pero estas creencias basadas en los hechos incuestionables se han evaporado en el mundo líquido en el que ahora vivimos. Se ha roto el contínuum con la cultura y con la experiencia anterior, porque todo lo no sea estrictamente simultáneo se considera caduco e inservible. La superficialidad del capricho inmediato lo rige todo. Nos creemos con derecho a ocupar el centro del universo. Y la víctima que se sienta -se sienta, repito- frustrada o humillada se ha convertido para nosotros en el héroe de nuestra época. Es ella, y sólo ella, la que tiene derecho a imponer su voz y dictar las leyes.

Otra consecuencia esencial de todo esto es que hemos empezado a creer que nada -¡nada!- tiene ya consecuencias. Da igual lo que hagamos, por muy descabellado que sea, porque al final no pasará nada que pueda resultar perjudicial para nuestros intereses. Hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, siempre estaremos a salvo y jamás podremos abandonar ese maravilloso limbo indoloro que nos hemos inventado. La obsesión por el referéndum independentista catalán es una buena muestra de ello. Ni el Barça tendrá que jugar contra el Palamós en vez del Real Madrid, ni habrá salida de la UE ni del euro, ni habrá más recortes ni más pérdidas de poder adquisitivo. No, al contrario, con la independencia todos los catalanes serán felices y prósperos y poderosos. Y por fin podrán dejar su mano bien visible sobre la pared de esa gran cueva que ahora llamamos mundo.

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