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Antonio Papell

La reconstrucción del PSOE

La victoria de Pedro Sánchez ha sido moralmente reconfortante para quienes creyeron que fue injustamente descabalgado. No es cosa de regresar al origen de este desafortunado viaje de ida y vuelta que es, objetivamente, un triunfo de la democracia y una nueva constatación de que los tiempos han cambiado: los viejos aparatos cerrados y oligárquicos de los partidos, que fueron un foco de arbitrariedad y de corrupción en tiempos no muy lejanos, han declinado y han perdido influencia, como acaba de comprobarse también en Francia. Sin embargo, esta restauración podría ser estéril si no lograra la reconstrucción del gran partido que fue el PSOE, si no se dotase de un nuevo bagaje capaz de atraer al centro-izquierda intelectual y social, y si no volviera a ser una opción de poder. En el bien entendido que es muy improbable que el modelo democrático español regrese al bipartidismo imperfecto del que venimos.

Sánchez ganó las primarias para dirigir el PSOE en julio de 2014, tres años después de que Rubalcaba obtuviera en noviembre de 2011 unos pésimos resultados (siete millones de votos y 110 diputados, 59 menos que en las elecciones anteriores, con el 28,76% de los votos). Entre las elecciones europeas de 2009 y las de 2014, el PSOE perdió el 41,5% de los votos (y Sánchez era un desconocido en 2014). Y durante la legislatura 2011-2015, irrumpieron en escena Podemos y Ciudadanos, que consiguieron más de ocho millones de votos en las elecciones generales de 2015. El PSOE perdió en 2015 veinte escaños más pero el PP se dejó en el cuatrienio 63. Fue, pues, injusta la acusación de que Sánchez había hundido al PSOE, formulada por sus predecesores, que fueron en realidad los causantes de una débacle que arranca con la gestión de la crisis económica, allá por 2009. Basta, pues, de campañas maliciosas en este sentido.

Sea como sea, las respuestas que ha recibido la reelección de Sánchez han sido de momento ambiguas: algunos medios vinculados a la vieja guardia socialista han destilado insalubre rencor, pero algunas figuras -señaladamente, Felipe González- han reconocido su derrota y reclaman generosamente todo el apoyo para la nueva mayoría. De donde se deduce que la urgencia de todos los actores, si de verdad están decididos a restaurar el PSOE, consiste en arrimar el hombro en un nuevo proyecto de futuro. De entrada, los barones territoriales con mando en plaza que apoyaron a Díaz -los de Aragón, Extremadura, Castilla-La Mancha, Valencia, Asturias- tienen que recomponer su relación con Ferraz o marcharse. Algo parecido debería plantearse Susana Díaz, quien acabará perdiendo Andalucía si se desvincula del tronco del PSOE.

En otro plano, las futuras instituciones del partido socialista -órganos de poder interno y grupos parlamentarios- deberían ser de integración, pero con un compromiso de lealtad que será difícil de lograr y de cargar de verosimilitud después de la rebelión de la anterior ejecutiva contra Sánchez, que forzó su dimisión. Integración que debería plasmarse en el inminente congreso del 17 y 18 de junio.

Es pronto todavía para efectuar un diagnóstico sobre la reacción de los derrotados, que no tenían otro andamiaje que la figura vacía de Susana Díaz, que no ha estado a la altura política e intelectual que reclamaba la alta responsabilidad a que aspiraba, pero si se llega a la conclusión de que la fractura no tiene compostura, de que habrá a partir de ahora dos psoes irreconciliables, lo mejor sería no prolongar la ficción de la unidad. Después de todo, en países como Francia e Italia la socialdemocracia ya está inscrita en agrupaciones de centro-izquierda que incluyen otras sensibilidades (el Partido Democrático italiano es el ejemplo más evidente). Porque de nada valdrá la clarificación que ha tenido lugar si no se traduce en una reconstrucción que requiere raudales de buena fe y de magnanimidad por todas las partes.

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