Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Una excursión

Ahora que se cumple el centenario de la Revolución Soviética de octubre de 1917, me gusta ver una foto que se tomó en algún lugar de Mallorca, quizá en el Molinar, hacia 1935 o 1936, antes de que empezase la guerra civil y la terrible represión que iba a acabar con muchos de los que aparecen en esa foto. En ella aparece un grupo de veinticuatro hombres y cuatro mujeres -además de un niño-, que se disponen a emprender una excursión dominical en un autobús alquilado. En las fotos de aquellos años todo el mundo procuraba poner cara seria, pero muchos de los participantes en la excursión no pueden disimular la alegría. Sobre todo una de las mujeres, la más joven y guapa -Aurora Picornell-, que se ríe con una hermosa sonrisa en la que hay mucha felicidad y mucho orgullo, al menos en ese momento, cuando la vida dura de todos los que forman el grupo -trabajadores humildes que viven al día- se va a interrumpir gracias a un día de descanso en el campo.

Uno de los que posan, el más elegante -lleva bastón y chaleco y tiene un sombrero en la mano-, es Ateu Martí, o más bien Mateu Martí, un rico burgués que se hizo comunista y que viajó a la Unión Soviética y se distinguió por sus campañas anticlericales en la aletargada prensa mallorquina de la época. Ateu Martí llegó a fundar una publicación que se llamaba "Sotana Roja", que quizá es la que está leyendo uno de los excursionistas, el que está sentado sobre el capó del autobús. Ateu Martí es quien probablemente va a pagar la excursión de sus compañeros. Por eso es el que parece presidir el grupo, el más seguro de sí mismo, el más orgulloso. Y el que parece más feliz de todos, igual que Aurora Picornell.

Todos esos excursionistas, no hace falta decirlo, son militantes del Partido Comunista. En Mallorca no son muchos, quizás unos trescientos, no más, pero son entusiastas y disciplinados y creen que algún día podrán ver realizado su sueño de vivir en una sociedad feliz, sin clases, en la que todo el mundo tenga una vida digna garantizada por el Estado. Casi todos los excursionistas son costureras del Molinar y trabajadores de las canteras de s´Arenal. Muchos llevan boina o una gorra de paño, y se ve que ese día se han puesto sus mejores prendas, que no son gran cosa porque son gente de muy pocos recursos. Otros se han puesto traje y corbata, y alguno hasta luce una pajarita, como el chico sentado en el techo del autobús. Los comunistas siempre fueron gente que le daba mucha importancia a la seriedad en el vestir.

En la foto no está Heriberto Quiñones, que es el marido de Aurora Picornell y también es uno de los dirigentes más importantes del PCE en Mallorca. Sus compañeros, incluida su mujer, creen que Quiñones es asturiano, aunque hay gente que cree que es mallorquín porque habla muy bien el catalán de Mallorca. Pero Quiñones no es asturiano ni siquiera español, porque es un judío nacido en los confines del desaparecido Imperio Austro-Húngaro, en Moldavia, y que quizá se llame Yefim Granowdiski, aunque nadie puede estar seguro de su nombre real porque Quiñones se mueve siempre con una entidad falsa. En realidad es un agente de la Internacional Comunista que se dedica a organizar células comunistas y a asegurarse su fidelidad a Moscú, donde gobierna Stalin con mano de hierro. De todo eso, sus compañeros no saben nada o casi nada. Y si nosotros lo sabemos ahora, es porque el historiador David Ginard lo investigó en un libro magnífico que se lee como una novela de espías.

Duele saber que muchos de esos excursionistas no van a estar vivos al cabo de muy poco tiempo, cuando se produzca la sublevación militar de julio de 1936. Ateu Martí será una de las primeras víctimas de la represión: lo torturarán y asesinarán en el Coll de Sa Creu, en Gènova. A Aurora Picornell la fusilarán cuatro meses más tarde, en el cementerio de Porreres. A su hermano Gabriel, que aparece en la foto con gabardina y sombrero -y que era sordo-, lo matarán en el Camí Roig, igual que a varios excursionistas más.

Heriberto Quiñones se salvó porque la guerra lo pilló en la zona republicana. Al terminar la guerra, logró escapar y se encargó de organizar el PCE en la clandestinidad. Había que ser muy valiente para hacer eso, porque los poquísimos comunistas que quedaban en libertad vivían perseguidos y aterrorizados, pero Quiñones -o Granowdiski, o comoquiera que se llamase- era un hombre valiente. Aun así, la dirección comunista en Moscú lo consideró un agente doble y un traidor, pero Quiñones siguió trabajando para el PCE, hasta que fue detenido y acabó fusilado en un cementerio de Madrid, en 1942.

Lo más triste de todo es que el destino de Quiñones habría sido igual de trágico si hubiera conseguido huir a la Unión Soviética. En aquellos años la policía de Stalin fusilaba sin piedad a todos los agentes que habían vivido en el extranjero, y por eso mismo conmueve ver con qué portentosa lealtad la gente como Quiñones y como Aurora Picornell se entregó a una causa que quizá no los iba a tratar mucho mejor que sus captores y asesinos. Y sobre todo, lo que más conmueve de todos ellos es ver con qué indestructible esperanza contemplaban el futuro, un futuro sin injusticias ni abusos, y más que nunca ese día en que todos se iban de excursión en un autobús alquilado.

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