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Columnata abierta

Un pibón

Durante cinco años mantuve una relación con una mujer diecisiete años mayor que yo. Emmanuel Macron tiene un doctorado cum laude en materia de mujeres maduras, pero yo en su día aprobé un par de cursos. Llevo semanas escuchando argumentos y opiniones de una hipocresía sonrojante sobre el matrimonio del nuevo presidente de Francia, casado con una señora veinticuatro años mayor que él. Macron ha alcanzado la cúspide del poder político en su país antes de cumplir los cuarenta, y ese parece motivo suficiente para comenzar el relato de las virtudes de un hombre comprometido con el amor de su vida contra viento y marea. Esto es injusto, porque el análisis de la personalidad de un joven triunfador eclipsa una realidad mucho más cruel y menos comprensiva con los especímenes que transitan algo alejados de la manada en cuestiones sentimentales. Vivimos en sociedades modernas que presumen de libertades, cuyos individuos se parten la cara en público por los derechos de los animales, de los transexuales, por las tribus del Amazonas y la legalización de la ayuda al suicidio. Pero cuando se apagan los focos y se desenchufa el micro, cuando se llega a casa después de la manifa y se deja el megáfono sobre la mesa, la cosa funciona de otra manera.

En un alarde de originalidad, columnistas femeninas y tertulianas televisivas llevan semanas repitiendo el argumento sobre lo injusta que resulta la comparación del tratamiento informativo que ha recibido el matrimonio Trump y el matrimonio Macron por su diferencia de edad. El presidente americano se casó cuarentón con una modelo yogurín, y el francés acabó emparentado con su profesora de instituto. A mí este me parece uno los ejemplos más clamorosos de cómo el discurso políticamente correcto puede ir por un lado, y la realidad cotidiana, la práctica diaria en nuestras relaciones sociales, nuestros juicios íntimos, los convencionalismos, los prejuicios morales, pueden ir por otro muy distinto. Lo que se comprueba de facto en este asunto es la igualdad real entre hombres y mujeres, porque éstas últimas pueden ser tan crueles o más que los hombres a la hora de juzgar la diferencia de edad en una pareja.

De los hombres maduros atraídos por ninfas que podrían ser sus hijas ya está todo escrito. Es la búsqueda de la juventud perdida, el placebo de sus inseguridades físicas, el afán de dominación, la demostración de su capacidad de seducción, el prestigio que acarrea mostrarse en sociedad junto a una piel más tersa que la suya... Llámenme ciego, pero el otro día Risto Mejide aparecía en un programa de televisión acompañado por su futura esposa, que tiene la mitad de años que él, y yo solo veía un tipo completamente enamorado. Nada más, y nada menos. No soy capaz de encontrar en la vida algo más importante que eso, y considero injusto que se deban dar explicaciones por ello. Lo cierto es que este tipo de relaciones generan una división de opiniones que van desde la admiración -mayormente masculina- al desprecio -generalmente femenino-, pero siempre con una cierta comprensión sobre el fondo del asunto: con la edad se les pasará.

Pero un hombre atraído por una mujer sensiblemente mayor que él constituye una anomalía social y sentimental mucho mayor que la contraria. Este es un individuo puesto bajo sospecha desde todos los frentes, movido por un interés que sólo puede ser espúreo, incluso enfermizo. Es exactamente igual en el caso de la mujer. Se tolera la fantasía sexual con la profesora, con la madre de tu amigo o con la viuda despampanante. También con el repartidor del butano o el monitor de tenis, pero una relación pública y estable de esta naturaleza se somete a un escrutinio social que no es fácil de soportar. Y esta desconfianza termina por resultar mucho más acusada desde el lado femenino. Sea por la educación recibida, sea por envidia o por insatisfacciones de otro género, el juicio y el comportamiento de muchas mujeres hacia sus congéneres con parejas más jóvenes que ellas suele ser durísimo. Más que el de los hombres. No siempre esas mujeres maduras acompañan al chico en su carrera presidencial hasta el Palacio del Elíseo, ni el chico puede demostrar su personalidad ante tanta sonrisa cínica poniéndose el mundo por montera. Tras una vida de silencios y desprecios por su "rareza", Macron escucha ahora cómo alaban su humildad e inteligencia al dejarse aconsejar por una mujer que tiene varios nietos.

Mientras esta ola de hipocresía parisina nos empapa, yo, que sólo soy el presidente de mi comunidad de vecinos, la semana pasada sufrí una taquicardia severa por culpa de una mujer algo mayor que Brigitte Macron. Marina Abramovic tiene 71 años, pero es capaz de fundirte con la mirada en dos segundos que parecen una vida. Una presencia física imponente, una energía que desbordaba una sala de la galería Horrach Moyá en Palma llena de jóvenes admiradoras ávidas por fotografiarse con la diosa del arte de la performance. Otra mujer madura, culta e inteligente sentada a mi lado la definió sin contemplaciones: "Es un pibón". Lo dijo ella. Yo no me atreví.

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