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Antonio Papell

Que nadie crea que la irritación era mentira

Francia, el país díscolo, escéptico y realista que rechazó en referéndum la farragosa Constitución europea en mayo de 2005 con casi un 55% de votos en contra, ha tomado ahora -todo el mundo lo sabe- una decisión trascendental: cuando el Tratado de Roma ha cumplido 50 años y la UE acaba de salir de la más grave crisis económica de su historia que ha dejado importantísimas secuelas, Francia ha apostado por la supervivencia de la idea de integración europea, frente a los cantos de sirena que proponían una ruptura con el pasado y la apuesta por nuevos caminos populistas.

Parece claro sin embargo que el mandato que ha recibido Macron no es incondicional sino que está supeditado a los resultados que obtenga ya que no ha recibido un voto de confianza ilimitada. Su aceptación o no a medio/largo plazo dependerá de que a) consiga modernizar su propio país; y b) logre convencer a Alemania e impulsar de su mano el viraje de la Unión Europea en su conjunto, imponiendo un vector claramente social y de integración federal.

Ha pasado casi inadvertida la noticia de que la Comisión publicó recientemente, justo entre las dos vueltas de las presidenciales francesas, un "Documento de reflexión sobre la dimensión social de la UE", que resucita la idea de dotar a la Unión de un "pilar social". El nuevo presidente Macron parece decantarse por estos designios, pero la canciller Merkel no es una entusiasta de esta idea, que con la boca pequeña defiende en cambio su rival socialdemócrata Martin Schulz. También la patronal alemana ha hecho sonar las alarmas ante unas propuestas de la Comisión que rechazan y que, sin embargo, para la izquierda se quedan muy cortas.

? Aprovechando la euforia del triunfo de Macron, Rajoy se ha subido al carro de una Europa más integrada económicamente, que nos proteja de las crisis, que sea el anclaje de nuestro desarrollo y que otorgue solvencia a la moneda única, que es un factor clarísimo de productividad. Hace apenas unos días, se filtraba un documento de Moncloa, ya presentado en Bruselas, en el que se exige avanzar hacia "un verdadero gobierno económico europeo" con una unión fiscal en toda regla y que incluya un presupuesto anticrisis, un seguro de desempleo común, los eurobonos y las medidas necesarias para culminar la unión bancaria, incluida la mutualización de riesgos€ Este ha de ser nuestro objetivo de mínimos, que merece, con los matices que se quiera, un apoyo incondicional.

Stiglitz, el premio Nobel de Columbia, nos acaba de advertir sin embargo de que, con la llegada de Macron, Occidente no ha eludido por completo el riesgo de fracaso todavía: las buenas noticias francesas no deberían llevarnos a pensar que la irritación de las clases medias que han impulsado el Brexit y aupado a Trump era mentira, o que ha llegado a un máximo que no se va a sobrepasar, o que la indignación ha remitido y todo vuelve a estar apaciblemente en orden. La victoria de Macron, abultada porque muchos de sus adversarios le han votado para evitar que el fascismo llegara al Elíseo, es un balón de oxígeno provisional y momentáneo, que se deshinchará rápidamente si el nuevo presidente francés no es capaz de rescatar a los desheredados, impulsar el inaplazable viraje solidario de la Unión, mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos y de los europeos en general y gestionar la globalización con más dulzura y sensibilidad para que sus efectos no vuelvan a ser demoledores. Macron debe actuar como si lo peor estuviera por venir, dispuesto a encabezar las reformas que salven lo esencial de esta democracia en dificultades.

Lo ha dicho el catedrático Anton Costas en un reciente y memorable artículo: "Sólo con un patriotismo europeo basado en un nuevo contrato social que ofrezca seguridad económica frente a los riesgos de la integración y las crisis será posible revivir el europeísmo y el liberalismo económico".

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