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Antonio Papell

Espejismo francés

Las viejas -por venerables y añosas, no por periclitadas y decadentes- democracias se han caracterizado por su dialéctica entre opciones políticas antagónicas pero inscritas en el contrato social, dispuestas a someterse a la regla de las mayorías. La derecha liberal y la izquierda socialista han encarnado en los grandes países europeos esta dialéctica en toda la etapa contemporánea.

En Francia, sin embargo, se ha roto esta dicotomía y ha surgido de las elecciones presidenciales un panorama muy desequilibrado, que se confirmará o se desmontará en las legislativas de junio. Porque las dos opciones en liza que han competido en la segunda vuelta no han sido el centro-izquierda y el centro-derecha sino la derecha y el centro-derecha. Como ya sucedió en 2002 al pugnar Giscard con Le Pen padre, pero con la particularidad de que ahora Macron, el triunfador frente a Le Pen hija, es un personaje ambiguo, centrista, que trata de abarcar un magma ideológico confuso en el que podría considerarse incluida la socialdemocracia pero que se vuelca claramente a la derecha (su nuevo primer ministro así se define). De hecho, el representante genuino del Partido Socialista, elegido en rigurosas primarias, Benoît Hamon, consiguió un ridículo 6% en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, lo que parece indicar que un amplio sector socialista, encabezado por Valls, habría pasado a engrosar las filas de Macron, en tanto el de más a la izquierda estaría ya en la formación populista y radical de Mélenchon, semejante a Podemos si hay que creer en las manifestaciones de fraternidad que ambas organizaciones han realizado.

¿Cuál ha sido la causa de este descalabro que ha dejado a la izquierda moderada tradicional en ruinas? Pues es fácil de explicar: de un lado, tienen razón -una razón genérica- quienes afirman que la socialdemocracia ha muerto de éxito porque el estado de bienestar, que era su objetivo, constituye una gozosa realidad en todas partes (la verdad es que no tan gozosa como muchos desearíamos, pero esta es otra cuestión subjetiva).

De otro lado, si la gran crisis económica fue la consecuencia de los excesos indecentes del neoliberalismo financiero, hay que reconocer que la socialdemocracia fue incapaz de aportar soluciones. Poco antes de que, hace ya cinco años, Hollande tomase posesión de la presidencia de la República, y se convirtiese así en el gran referente (teórico) del centro izquierda en la Unión Europea, muchos pensamos que aquella opción equilibraría la deriva austericida que Merkel representaba, mediante una rectificación del rumbo que aliviara el sufrimiento del Sur y encaminara a la Unión hacia un federalismo con rostro humano. Pero Hollande fue totalmente incapaz de modular de aquella manera el eje franco-alemán, de gestionar una globalización que estaba arrasando regiones europeas enteras a través de deslocalizaciones que nadie se cuidaba de contrarrestar, de promover una Europa social que -cuando menos- fuera digerible por muchos europeos que hoy identifican Bruselas con el sistema financiero, que, tras arruinarnos a todos, se hundió él mismo, a consecuencia de la avaricia de los desalmados que lo esquilmaron.

En otras palabras, en estas elecciones presidenciales la gente ha salido huyendo de lo que Hollande y su Partido Socialista representaban porque ya no cree en ellos, ha sufrido sus naufragios y advierte con estupor que Francia es un país cada vez más aviejado, en constante la parálisis y sin que un sector público insosteniblemente grande hayan sido capaz de mejorar el nivel de vida de los franceses.

Por todo ello, la socialdemocracia francesa está en ruinas y la española deberá buscar otros modelos para reconstruirse. Macron puede aportar algunos elementos de cambio, pero difícilmente será el guía eficaz después de ciertas tomas de posición que lo sitúan en un escenario encomiablemente europeísta pero muy poco sensible a la huella de desigualdad que la crisis ha dejado en buena parte de la vieja Europa.

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