Hace unos días me encontraba impartiendo clase a los alumnos de segundo curso de Filosofía. Al explicarles que el conocimiento no deja de ser una actividad institucionalizada, se me ocurrió formular una pregunta un tanto curiosa: "Si tuvierais que comprar un gramo de cocaína a quién se lo comprarías antes, a un farmacéutico o al sobrino de la Paca?". La pregunta no pretendía hacer apología del consumo de estupefacientes -vaya eso por delante ante la posibilidad de que algún desalmado me acuse de semejante barbaridad-. Tampoco pretendía tildar a mis estudiantes de viciosos irredentos. El chándal y el monopatín con el que a buen seguro no les dejarían traspasar las puertas del juzgado o del Colegio de Médicos bien podrían conducirles a optar a ese título. Todos sabemos que el colectivo de filósofos y aspirantes a ello no somos gente seria. Era un caso extremo para averiguar hasta qué punto eran capaces de ver la importancia de la institucionalización y la dependencia de la confianza para cualquier empresa epistémica. La respuesta me causó alarma. De ocho alumnos, seis dijeron que, sin duda, era más confiable el sobrino de la Paca, pues de esos entresijos seguramente debía saber más que cualquier farmacéutico. Sólo dos contestaron que el farmacéutico. Aun así, no sin cierta sorpresa, decidí seguir indagando y reformulé la cuestión en estos términos: "Si a alguien lo detienen con un kilo de lo que dice ser harina y la policía señala que es cocaína, ¿a quién llamará antes su señoría para dictaminar qué es la sustancia en cuestión?". Nuevamente hubo disputa, lo que pedagógicamente es sano, pero la proporción no varió en exceso, eso sí, ahora aparecían las dudas y las respuestas ad hoc. Alguno llegó a decir que mejor que un farmacéutico, un químico, pero, en general, se insistió en que, quizás ya por cabezonería, como el sobrino de la Paca no había mejor perito.

Si bien la discusión en el aula es del todo indicada en el proceso educativo, pues lo mismo permite saber qué piensan y desde dónde parten nuestros estudiantes, es obvio que no todo es discutible o que, al menos, determinados temas deberían generar un acuerdo unánime. La cuestión ahora ya no es la institucionalización del conocimiento, sino la misma cultura científica de un señor bachiller que llega a segundo curso de una carrera universitaria y que, con dos años más, será un señor graduado. No es lo mismo el pensamiento relativista que sostiene que todo vale, por lo tanto que tanto vale la opinión del sobrino de la Paca en materia de determinación de estupefacientes como la del farmacéutico más indolente que haya en cualquier oficina de farmacia en toda la ciudad, que el pensamiento dialéctico que consigna los criterios mediante los que se pueden mantener opiniones muy diversas y que entienden que, entre una opinión y otra, lo que hay es un comercio de razones. Lamento constatar que mis estudiantes no sólo carecen de cultura científica, sino de pensamiento crítico, pues no sólo sostienen que tanto da, sino que se inclinan por la opinión del sobrino de la Paca en materia de estupefacientes rechazando del todo la opinión fundamentada del farmacéutico. Como miembros de una institución que no sólo genera filósofos, sino ahora médicos y quién sabe si mañana farmacéuticos, deberíamos plantearnos por qué esa pérdida de confianza en la misma. Está claro que la cultura científica es un bien social, pero ¿no da qué pensar que se cuestione su autoridad? ¿Es un síntoma de ejercicio de librepensamiento o una tendencia hacia el relativismo que deberá ser examinada con más detenimiento? Sea como fuere, la razón que parecía obvia era la siguiente: nuestras capacidades cognoscitivas son limitadas, no podemos ofrecer una prueba para cada una de nuestras creencias, pero igualmente nos vemos en situaciones en las que no nos queda sino disponer del mejor conocimiento posible para tomar decisiones. Como que en muchas ocasiones ni tenemos elementos de juicio ni de prueba y no nos queda otra que actuar, entonces apelamos a la confianza en fuentes a las que otorgamos crédito. Es un acto ciertamente de fe, pero no un acto injustificado. Entre comprar aspirinas en el mercado negro y hacer acopio de las mismas en una oficina de farmacia, hay una diferencia notable. Puede haber un genio maligno que convierta al boticario en un simple traficante de productos adulterados, pero no nos paramos a pensar en esa posibilidad que, con creces, vemos más posible en un cualquiera sin escrúpulos y sin control por parte de un órgano colegiado. No es simple fe, es justificación. Aunque uno lo ignore todo de la química farmacéutica, desconozca por qué el farmacéutico sabe lo que sabe, tiene confianza en que lo que ha comprado es lo que dice ser. Esperemos que con un poco más de tesón socrático mis estudiantes lleguen a entender que no todo vale igual a riesgo de que nada valga nada de nada.

La reflexión anterior no deja de tener otras lecturas, máxime ahora que se acercan elecciones en una universidad que cada vez se pretende más democrática. La toma de decisiones políticas no difiere en absoluto del caso anterior. Para tomar una buena determinación hay que juzgar adecuadamente el estado de cosas, es decir, hay que saber juzgar. Y si bien el sentido común es el más y mejor repartido, es obvio que pensar mal es algo no menos frecuente. En una universidad donde la opinión de todos cuenta, corremos el riesgo de que se devalúe su poder de producir poder. El conocimiento tiene una dimensión democrática, pero se da ésta tras un largo proceso de aprendizaje y bajo unas determinadas reglas de deliberación. No se trata de una defensa de la epistocracia sin más, la doctrina que sostiene que sólo deben votar los más preparados, pero sí de un llamamiento a la buena formación y la responsabilidad democrática, al juicio sosegado y, sobre todo, al riesgo de convertir la vida académica en un populismo nada aconsejable. Todos contamos en tanto que personas morales, pero no todos podemos opinar impunemente a riesgo de hundir la propia empresa del conocimiento. La mayoría de edad no sólo es cronológica, es cualitativa, lo contrario es el mundo al revés, un carnaval necesario pero que todos sabemos que no puede durar demasiado.

* Profesor de la Facultat de Filosofia de la UIB