Diario de Mallorca

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Un virus informático manejado de forma conveniente ha llevado el caos al planeta entero, incluso a aquellos países que, como Rusia o la Gran Bretaña, se suponía que estaban al cabo de todos los arcanos del mundo virtual. Se trata de una más de las paradojas que este siglo infame nos brinda: los intrusos que, aprovechando las grietas del sistema de comunicación global, infectan los ordenadores privados y públicos con el llamado malware -del que el ransomware, la familia de virus a la que pertenece el protagonista del caso presente, forma parte- son capaces de echarle un pulso a las multinacionales más potentes y los gobiernos más poderosos.

Los Estados Unidos se vieron libres de las consecuencias peores del ataque pero no merced a la estrategia de Washington para frenar los planes de cualquier experto -hacker, en la jerga informática- sino porque dos programadores británicos dieron con la solución más increíble entre todas las imaginables: registrar a su nombre el dominio de Internet desde el que se propagaba el virus. Segunda paradoja: los autores del mayor acoso a los ordenadores de los grandes poderes no protegieron de la forma más elemental su propio dominio.

Si alguna vez se identifica a los piratas creadores del virus que, con una lógica implacable, ha recibido el nombre de Wannacry, quiero echarme a llorar, quizá se sepa en qué medida esperaban hacerse multimillonarios en la moneda virtual, bitcoin, cobrando los rescates, hasta qué punto les movía la curiosidad por ver hasta dónde llega el poder del individuo en el mundo de la colectivización y por qué no registraron su dominio. Pero lo más probable es que no suceda nada de eso porque nuestro mundo es, a la vez, hermético y fugaz: abierta la puerta de lo que se puede lograr se colarán otros piratas mucho más precavidos por ella.

El episodio, pues, ha pasado ya a la categoría de histórico. Pero nos debería servir no tanto para las enciclopedias como para que pensásemos en las consecuencias de lo que hemos dado en llamar el mundo global. Si ni los bancos, ni los operadores de comunicaciones, ni los hospitales, ni los propios gobiernos están a salvo de los ciberataques, cabe preguntarse qué cabe hacer. Las novelas que hablan de la seguridad de los datos, incluso encriptados, sostienen como principio que ninguna computadora conectada a la red de redes es inmune a los ataques. Hay que salirse, pues, del mundo global para estar seguro en él, almacenar lo que más nos importa en un lugar del todo oculto, allí donde sólo se puede entrar de forma física y presencial. En una mazmorra sepultada, igual que los tesoros de los reyes medievales. Qué buena lección: con todo lo que hemos avanzado y resulta que estamos sometidos a peores peligros que antes. Al final acabaremos guardando los ahorros debajo del colchón.

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