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Matías Vallés

Una democracia sin partidos

El laicismo de los votantes ha propiciado el levantamiento del velo de las grandes formaciones ideológicas, y por debajo de la osamenta trasnochada solo ha aparecido un gran vacío.

El opositor debutante José María Aznar le recuerda al tricampeón Felipe González, durante 1989 en el Congreso, que “mi grupo es hoy por hoy la única alternativa posible de relevo”. La clave reside en el “hoy por hoy”. Ayer por ayer, dado que cada vez resulta más arriesgado pronosticar la continuidad de las tradicionales parejas de baile. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. La moderna yenka no respeta los movimientos tradicionales.

El repentino laicismo de los votantes ha propiciado el levantamiento del velo de las grandes formaciones ideológicas, y por debajo de la osamenta trasnochada solo ha aparecido un gran vacío. Trump excava más de sesenta millones de votos en el desierto, contra Demócratas y Republicanos a la vez. Macron recoge 21 millones contra Republicanos y socialistas. A su movimiento En Marche!, sin olvidar el pueril signo de exclamación obligatorio en redes sociales, solo le falta un emoticono con casco. ¡En Marcha! serviría indistintamente de emblema de un partido neofascista o de una leva de indignados. Sin embargo, no conviene bromear con una denominación que ha coronado al presidente de Francia, reemplazada el día de la victoria por Ensemble, la France!, con renovados signos de admiración. En fin, Forza Italia también resuena a eslogan futbolístico, un guiño que tal vez favoreció su elevación al gobierno de Italia.

Una vez aceptada la revolución, por lo menos en la semiótica de los partidos, sorprende el volumen de análisis sobre el futuro desempeño en el poder de Trump y Macron, dos presidentes inesperados para ellos mismos. Se multiplican los sesudos comentarios, cuando ni siquiera se sabe quién les ha votado. En ambos casos, su elección fue recibida por manifestaciones violentas, un reflejo del estupor de la masa ante lo desconocido.

El oportunista Manuel Valls se apresuró a decretar que “los partidos tradicionales están muertos”, y a buscar cobijo en el no-partido o antipartido de Macron. Es curioso que Carlos Solchaga pronunciara esa misma frase con treinta años de antelación, mientras convertía al PSOE en una formación liberal. De hecho, el parecido más razonable del nuevo presidente francés no corresponde a Albert Rivera, sino al Miguel Boyer de los ochenta. Compiten en elitismo, en veleidades filosóficas, en una formación exquisita, una historia de amor apasionante, un innegable atractivo físico y la compatibilidad del socialismo con la banca. Salvo que el ministro de economía inaugural de González no pudo liberarse entonces del corsé partidista. Hoy es obligatorio despojarse de etiquetas para triunfar.

El mundo se adentra en la democracia sin partidos, que Jefferson prefería a una sociedad sin libertad de expresión. Durante décadas se ha sobrevalorado a los aparatos de las formaciones tradicionales, por el solo hecho de que sus portavoces tenían acceso privilegiado a los oídos de periodistas y columnistas. La ficción permanece con el apoyo de los medios, pero el último barómetro del CIS demuestra que la situación política se considera peor que la económica. Menos del diez por ciento de españoles reconoce a los miembros del Gobierno cuando se le indica la identidad de los ministros, ni un uno por ciento sabría nombrarlos sin ayuda.

El PSOE se halla mucho más próximo que el PP a su disolución en la democracia sin partidos, aunque la adicción de los populares a la corrupción pueda traducirse en un vuelco del liderato en cualquier momento. De hecho, el duelo de Susana Díaz contra Pedro Sánchez no es un conflicto interno, porque el último candidato socialista aspira a la reconquista de su partido desde el exterior. En el resto del elenco, Ciudadanos es el lugar de culto de Albert Rivera, y la ruleta de reencarnaciones de Podemos define el agitado funcionamiento futuro de las adscripciones de voto.

La infidelidad es la norma. De ahí el error estratégico cometido esta semana por Sánchez. Culpado de atentar contra la integridad del PSOE, se revuelve en guardián de las esencias y defrauda a unos militantes que lo buscan personalmente, no como capitán de una siglas que les han defraudado. El candidato a recuperar la secretaría general persigue la rentable ambigüedad de Macron, pero olvida que Marine Le Pen debilitó su posición al descuidar el flanco radical. La ampliación del marco ya no es sinónimo de victoria, debido al carácter unipersonal de la elección. Trump no se apeó de su personalidad bárbara ni un segundo, solo empezó a hacer concesiones a su llegada a la Casa Blanca.

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