En más de una ocasión se ha afirmado que el siglo XX perteneció a la física -pensemos, por ejemplo, en Albert Einstein y su teoría de la relatividad- y que, en cambio, el siglo XXI se caracterizará por los avances en el conocimiento de la genética, la bioquímica y las neurociencias. Es posible que sea así. Pero, unida al indudable progreso científico que permite año tras año alargar la esperanza de vida, surge también una mitología paralela que, revistiéndose del prestigio de la ciencia, juega con el temor de los ciudadanos ante las enfermedades más crueles a fin de lucrarse económicamente. La noticia del presunto fraude perpetrado por dos catedráticos de la UIB, Pablo Escribá y Xavier Busquets, acusados de estafar con un falso medicamento a pacientes de cáncer, ha provocado la inmediata indignación y el rechazo unánime de toda la sociedad balear. Se trata de una reacción lógica y comprensible, ya que, si la corrupción pública y las mentiras dañan de una forma rotunda la confianza social, sus efectos resultan execrables cuando lo que está en juego es la curación de los enfermos.

De hecho, con el paso de los días, las dudas sobre todo lo que envuelve el caso Minerval no han hecho sino acrecentarse. Por un lado, cabe preguntarse por qué la UIB no investigó las presuntas irregularidades cometidas por dos de sus catedráticos, cuando las sospechas -planteadas, entre otros, por la jefa de Oncología de Son Espases Josefa Terrassa o el químico Félix Grases- existían desde hace unos años. Los argumentos esgrimidos por Llorenç Huguet, rector de la Universidad, para defenderse de las acusaciones de negligencia no resultan del todo convincentes pues, si bien es cierto que la institución carece de los medios necesarios para abordar una investigación de este calibre, su obligación -ante la gravedad de las sospechas- era informar a las autoridades competentes para que llevaran a cabo las diligencias necesarias, tal y como hizo el Consell Social de la propia Universidad el pasado mes de mayo. Más aun cuando ha trascendido que existía una investigación abierta por la anterior rectora Montse Casas, cuyo devenir ha sido inexplicablemente ocultado. Por otro lado, las primeras declaraciones de los principales imputados ante el juez introducen aún más confusión, puesto que -a pesar de reconocer la venta del producto- niegan las acusaciones de estafa aduciendo que no ofrecían a los clientes un medicamento -de hecho el Minerval carece de autorización para ser comercializado como tal-, sino un complemento nutricional. Pero entonces habría que dilucidar si el producto se vendía como un nutracéutico cualquiera o si, por el contrario, la intencionalidad de su elevado precio era que se confundiera con un eventual tratamiento del cáncer.

A día de hoy, las cuestiones abiertas son muchas y deberán ser analizadas con detenimiento. En primera instancia por la justicia, que deberá esclarecer la verdad de lo sucedido. Por otra parte, cabe preguntarse si los mecanismos de control de la propia Universidad han sido los adecuados y si el funcionamiento de estos controles han sido los correctos. El prestigio académico y el buen hacer científico y académico de la UIB no puede -ni debe- ponerse en duda, pero sería de ingenuos pensar que las noticias aparecidas sobre el caso Minerval no dañan la imagen pública de nuestra universidad.