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Daniel Capó

Todo pasa

A finales de la década de los 90 -o quizás fue a principios de este siglo-, una joven doctora en Económicas, hoy en día profesora titular en una...

A finales de la década de los 90 -o quizás fue a principios de este siglo-, una joven doctora en Económicas, hoy en día profesora titular en una prestigiosa universidad, me aseguró que las crisis económicas formaban parte de un pasado que ya no volvería. Era una época -entonces no lo sabíamos- definida por el optimismo. El Muro de Berlín había caído y el neoliberalismo avanzaba tranquilamente hacia el este de Europa. Gorbachov nos había ofrecido un socialismo con rostro humano que muy pronto se convertiría en democrático. China iniciaba su gran periodo de expansión económica. Los años de la reunificación alemana coincidían con los de la preparación y puesta en marcha del euro: una moneda única para un continente que se unificaba en paz, democracia y prosperidad. Los conflictos militares no dejaban de ser episodios regionales -Yugoslavia, Irak?-, pero en ningún caso amenazaban con adquirir un rango global. O eso creíamos. La soberbia de la inteligencia invitaba a pensar que la Historia tendría un nuevo inicio y que sólo se vería sujeta a crisis menores, a leves mareas, a una especie de progreso continuo sobre un horizonte de estabilidad. Por desgracia, estas etapas de dicha generalizada suelen ser breves. Nos lo recuerda Albert Camus, en su Calígula: "Los hombres mueren y no son dichosos".

Pensaba estos días en las palabras de mi amiga y me pregunto qué dirá ahora de su optimismo de antaño. Seguramente nada, o muy poco. O quizá sólo recuerde aquellos años -que fueron los de nuestra juventud- con el tinte amable de la melancolía. Se trata, en todo caso, de un rasgo de la inocencia. Por naturaleza, los jóvenes tienden a creer en un mundo en blanco y negro, sin matices, de un optimismo o un pesimismo desbocados. Conviene entonces que recordemos la naturaleza cíclica del tiempo y que lo que estamos viviendo ahora -el ascenso de los populismos, la muerte masiva en el mar Mediterráneo, la fractura de las clases sociales...- no es algo inédito, como tampoco lo es su reverso: el optimismo fatuo, la creencia en un progreso sin fin, la confianza en un mundo fácilmente moldeable por las ideas.

Lo cierto es que el mundo de hace quince o veinte años resultaba muy distinto al actual. Pocos podían prever entonces la magnitud de la crisis financiera que estalló la pasada década: los atentados de las Torres Gemelas, las migraciones masivas, la liquidación de las cajas de ahorro, el proceso independentista, la metástasis de la corrupción, el Brexit o Trump. Del mismo modo, sería ingenuo creer que sabemos cómo serán España y Europa dentro de una generación. El mundo no es un lugar más equilibrado, seguro o pacífico que antaño. Lo puede ser puntual y temporalmente. Lo puede ser a ratos y en ocasiones, pero la raíz de la historia es el conflicto y el deseo, la lucha por el poder y la supervivencia. Lo mejor y lo peor se encuentran presentes en nosotros y hay que saber que todo pasa -lo bueno y lo malo, la gloria y la derrota-, y que las sociedades progresan pero nada termina siendo muy distinto a lo que dictan las pasiones humanas. El filósofo abulense George Santayana nos explicó que estamos condenados a repetir aquello que olvidamos. Y, si queda poco del optimismo económico del que alardeaba mi amiga -"las crisis ya no volverán"-, tampoco debemos caer ahora en un excesivo alarmismo político. También Trump y Le Pen y la corrupción partidista pasarán algún día no muy lejano.

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