El boom del alquiler vacacional nos ha traído una nueva fiebre del oro. Qué más da cuáles sean sus causas, lo que inquieta es la ineptitud de la comunidad balear para defenderse. De su potencial devastador hay evidencias de sobra, ya ha sucedido en Barcelona y en Ibiza, y sabemos que es el principio de una degradación urbana muy difícil de revertir. Veamos algunas consecuencias.

El precio de los alquileres se ha disparado sin tener en cuenta que lo que los turistas pueden pagar durante una semana de vacaciones es inasumible para los residentes el resto del año. Esta inflación desbocada está expulsando de sus viviendas a muchos inquilinos y obligando a cerrar comercios tradicionales. Es paradójico -y triste- que mientras que los turistas se benefician de todo tipo de estrategias low cost, la vida de los residentes se encarece hasta niveles prohibitivos. Es el mundo al revés.

El incremento de la oferta vacacional está impidiendo que personas que vienen a trabajar a las islas puedan encontrar un alojamiento digno a un precio razonable. En algunos casos, ni siquiera lo encontrarán. En Ibiza, el pasado verano, hubo trabajadores del Hospital de Can Misses que tuvieron que apañarse en un coche mientras les duró el contrato; este año veremos dónde alojamos a los profesionales que deberían venir a trabajar a Son Espases y a Son Llàtzer, por no hablar de todos aquellos que deben contribuir a salvaguardar los servicios de esta Comunidad durante la época estival, ya sean policías, médicos, camareros o bomberos.

En fincas donde la vida trascurre al compás del horario laboral y del calendario oficial -fincas en las que tal vez hay enfermos, personas mayores o lactantes-, los residentes se ven forzados a convivir con grupos que trasladan el despendole del balneario al ámbito de la comunidad de vecinos. Ni que decir tiene que esto es una aberración más propia de una Tijuana fronteriza que de una ciudad pacífica, una fuente incesante de molestias y una amenaza para el sosiego exigible en cualquier casa.

De modo que las preguntas que me hago son las siguientes: ¿Todo vale con tal de que algunos puedan maximizar los beneficios de sus inversiones? ¿No hay límites a la especulación? ¿Hemos de consentir que la especulación inmobiliaria conculque el derecho constitucional a la vivienda, impulsando una inflación imposible de asumir? ¿Se deben tolerar las actividades económicas que, aun siendo productivas para particulares, son perjudiciales para una gran parte de la población?

En casa de mis padres había un libro que se titulaba "Mallorca, Isla Invadida". Me he acordado de aquella obra, publicada en 1971, porque la escritora nicaragüense Margarita Gómez Espinosa consiguió reflejar en su título el temor que experimentaron los mallorquines de entonces al ser conscientes de los estragos del turismo y de la construcción desenfrenada de hoteles. Aquel temor ha vuelto, esta vez como el presentimiento de un caos inminente y quién sabe si definitivo. Está en las conversaciones de amigos, en las tertulias de sobremesa, en el Parlament, en los medios de comunicación y en las miradas perplejas de los jóvenes que no encuentran piso o no pueden pagarlo. ¿Seremos capaces de hacer algo razonable en esta ocasión? ¿O simplemente volveremos a metabolizarlo como una fatalidad irremediable, como hicimos hace décadas?

Por último, un consejo a todos los que viven improductivamente alrededor de una camilla: ¡Tengan cuidado!, ¡vigilen!, el día menos pensado puede que alguien decida ventilar y acondicionar sus alcobas.