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Eduardo Jordà

Sabemos dónde estás

Justo cuando salgo de hacer la compra en el supermercado, el móvil me envía un mensaje con publicidad de ese mismo supermercado. Que yo sepa, en el supermercado no tienen mi número de móvil. Tampoco tienen ninguna otra clase de información sobre mí. Pero por alguna razón que ignoro, alguien ha detectado mi presencia en el súper, o muy cerca del súper, y ha decidido mandarme esa información publicitaria, que por lo demás no necesito porque ése es el supermercado al que acudo siempre.

Está claro que hay gente que agradecerá esta clase de publicidad -hay gente muy aburrida o que acepta encantada cualquier innovación tecnológica como si fuera un regalo inesperado-, pero a mí me resulta muy inquietante. ¿Quién se ha enterado de que yo estaba haciendo la compra en el súper? ¿Hay un programa en el GPS de mi móvil que asocia los lugares por los que me desplazo con los locales y los negocios que hay en esas zonas? Y si es así, ¿hay una "app" que envía automáticamente publicidad sobre esos negocios? O quizá se trata de otra razón, en el fondo igual de inquietante: alguien conoce mis hábitos como comprador de supermercado y ha vendido esa información a una empresa de marketing, que a su vez la ha vendido a alguien más. Y ese alguien más -sea quien sea- es quien me ha enviado el mensaje publicitario. Ese alguien más puede ser un ser humano, sí, aunque lo más probable es que sea un simple algoritmo, un mecanismo automático de busca, un ente que ni siquiera existe (en el sentido humano del término existir, se entiende).

En cualquier caso, nuestra maltrecha idea de la intimidad personal está cada vez más amenazada y perseguida. Vayamos a donde vayamos y hagamos lo que hagamos, hay alguien -aunque sólo sea ese algoritmo inhumano que actúa desde la memoria insaciable de un ordenador- que va registrando nuestros pasos y nuestras llamadas, nuestros correos electrónicos y nuestras conversaciones, nuestras compras y nuestros pagos con tarjeta y una multitud de referencias sobre nuestra vida administrativa (nuestras multas, nuestra situación laboral, nuestros datos fiscales). Y ese alguien -sea quien sea- también va recolectando información sobre nuestras enfermedades, nuestro historial médico, nuestros seguros privados, nuestras preferencias sexuales o nuestra vida sentimental. Y todo eso se guarda en algún sitio, a la espera de que alguien lo use o lo venda o lo convierta en un anuncio publicitario sobre el supermercado al que acabamos de ir. Y eso por no hablar de la gente -muchísima- que cuelga en las redes sociales toda clase de información sobre su vida: sus amoríos, sus hijos, sus viajes, sus compras, sus visitas al médico o al asesor fiscal, sus éxitos laborales, y encima con gran profusión de fotos y vídeos y emoticonos y mensajitos. Cualquiera sabe lo que hará ese algoritmo con toda esa información personal que la gente exhibe impúdicamente en Facebook y en Instagram.

Y todo esto tiene consecuencias políticas, claro que sí. En la última campaña presidencial americana, el equipo de Donald Trump logró enviar millones de mensajes publicitarios adaptados a la personalidad y a los gustos de los destinatarios. Y en esos mensajes se acentuaban o se difuminaban los aspectos del programa político de Trump que podían resultar más o menos atractivos para los electores. Si el mensaje iba destinado a alguien de tendencias más o menos liberales, se omitían casi todas las referencias de Trump a las armas y a los inmigrantes y a los homosexuales. Y al revés, si el destinatario tenía gustos más o menos conservadores, se ponía todo el énfasis en las armas y en la xenofobia y en los prejuicios homófobos. De modo que muchos electores tenían una idea completamente equivocada de las intenciones de Donald Trump, cosa que no tendría demasiada importancia si no fuera porque mucha gente apenas lee periódicos o se informa en algún sitio que no sean las redes sociales. Y si las cosas siguen así, dentro de poco cada uno de nosotros recibirá una publicidad electoral hecha a su medida, para que no choque con sus ideas ni prejuicios ni intereses, aunque en el fondo todo se trate de un engaño que nadie se va a tomar la molestia de desmentir.

Y lo peor de todo es que esa frágil burbuja en la que algunos todavía intentamos mantener a salvo nuestra intimidad -lo que hacemos, lo que decimos, lo que hablamos con nuestros amigos- está siendo escrutada a diario por ese ojo insomne que todo lo ve y lo almacena y lo guarda en algún sitio.

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