En las últimas semanas han aparecido una serie de noticias y reportajes sobre la universidad española y el acceso a profesiones tales como la de jurista o médico. Se hace obligada una reflexión sobre dos mundos aparentemente desconectados si no fuera porque tanto juristas como facultativos pasan por las manos de la ahora tan denostada universidad pública española. Desde el caso del plagio del rector de la Carlos III parece que se ha iniciado un proceso inquisitorial al que tan aficionado es la sociedad española del que sólo cabe esperar un final auto de fe donde todos exhiban su limpieza de sangre.

La universidad es una institución vetusta que sobrevive en Europa desde la Edad Media. Conserva, dimana y produce conocimiento, el principal motor de crecimiento económico en las sociedades contemporáneas llamadas también del "conocimiento y la información" aunque estén pobladas de idiotas hiperespecializados que lo saben todo de nada, algo que ya advirtió Ortega y Gasset en un texto de obligada lectura para sobrevivir en la academia como es Misión de la Universidad. De otra manera, y parafraseando el adagio católico nulla salus extra universitas.

Jueces, abogados, secretarios judiciales, notarios, fiscales, y galenos, todos pasan por ella y luego, tras una carrera fuera de sus aulas, en gran medida conformada por sus respectivos colegios profesionales y previa oposición, acceden a un puesto en la administración del Estado o se desenvuelven con más o menos fortuna, pero sin menoscabo de su prestigio, en el ámbito de las profesiones liberales. Es más, incluso se revisten de toga o bata como indicativo de su cuasi dignidad sacerdotal. Serán pelagatos quejumbrosos que apenas lleguen a los dos mil euros mensuales ¡todo un lujo en los días que corren! pero no deja de ser una cantidad exigua para el estatus que merecen leguleyos picapleitos y iátricos imprescindibles aunque sea para certificar la muerte "de ciencia propia" e inscribir el correspondiente asiento en el Registro Civil. Como señala un buen amigo "con los dos profesionales que te relacionas al nacer y morir -añado yo, cuando todavía o ya no estás- son precisamente letrados y matasanos" y tiene razón. Lo que interesa ahora es contar la historia de los que estamos en medio, los que ni certificamos vidas ni muertes pero enseñamos a vivir. A los que paradójicamente no se nos achaca responsabilidad alguna ni entrañamos riesgo de que algún ciudadano honrado dé con sus huesos en la cárcel, se vea sometido a extorsión o pierda la vida en una mesa de operaciones. Los profesores, los mismos que, vilipendiados en medios públicos, acusados de corruptelas y endogamia, aquellos de quienes se dice que practicamos nepotismo e incluso simonía, estamos también ahí sin que nadie cuente nuestra historia y se vea nuestro oficio como una canonjía o sinecura. La referencia eclesiástica es inexcusable. Vestimos toga y birrete en pocas ocasiones, ya tan olvidadas que parecen más pantomima y disfraz que acto de gálibo notorio. Tenemos tratamiento de 'doctor' en puridad después de defender una tesis y, con los años, algunos hasta logran anteponer el título de "Señor Profesor Doctor Don" aunque al salir de la denostada institución se nos confunda con uno cualquiera sin menoscabo del ciudadano corriente. ¿Y la historia? ¿es por la gracia de Dios como reyes y caudillos o, por el contrario, por la esclavitud y los grilletes de Cronos? Todo empieza -al menos en los que nos dedicamos al gremio de las humanidades- el primer año de carrera. Eres buen estudiante y, si no te despistas, acabarás, con muchos menos cabellos en tu cabeza, con un expediente de 8.75 para arriba, menos ¡imposible! Y cuanto más, mejor. Eso, después de decir a según qué cazurro lo que quiere oír en sus exámenes, te permitirá acceder a una beca FPU en el mejor de los casos -no te presentes con menos de un 9.00, no hay garantía alguna- y todo eso si tienes el respaldo de un grupo de investigación y un proyecto de tesis solvente. A partir de ahí, haz un máster, defiende una tesina, luego una tesis doctoral, aprende al menos una lengua extranjera y empieza tu peculiar travesía en el desierto. No descuides publicar en revistas de la especialidad, continúa por pasar una temporadita en el extranjero y no olvides que sin la consabida beca de cuatro años no harás nada porque, aunque a muchas familias les guste decir que tienen un doctor en casa que no cura catarros que sanan solos, pocas están dispuestas a sufragar gastos de viajes, libros y años de estudio. Por supuesto no olvides que, con suerte, impartirás docencia y, con ella o sin ella, heredarás los enemigos de tu director de tesis. En algunas ocasiones no esperes de él más que su firma. Tampoco recibirás plaza alguna. Si logras leer la tesis en el plazo de cuatro años o no te demoras en exceso cuando ya la beca ha terminado y acabas con tus huesos en el paro, tendrás dos opciones con muchos meses de por medio ¡y ya te acercas a la treintena! Bien habrás obtenido una beca postdoctoral que te posibilitará prolongar la precariedad de becario durante cuatro años más lejos de casa y de los amigos ¡todo sea por el saber!, bien empezarás en alguna universidad como ayudante raso con un salario de menos de mil euros y un doctorado. No te preocupes, el conserje gana más que tú y el PAS, que ni te mira de cara, también. Después de cuatro años, si todavía sigues con ganas y la ANECA te ha bendecido, pasarás al siguiente escalón Ayudante Doctor, o sea, 1.300 euros. Seguirás compartiendo piso, pidiendo ayuda a papá y mamá para viajar a ampliar estudios o asistir a congresos aunque ya tengas una prominente calva. Después de cuatro años más, previo placet de la ANECA, pasarás o bien a profesor contratado doctor (1.800 euros) o bien a la ansiada plaza de titular de universidad con una edad próxima a la cuarentena si es que ya no la has superado. El arroz se pasa, y sigues siendo el hippie de la pandilla, ellos ya tienen hipoteca, hijos y Dios sabe qué normalidades, tú no. Ese mismo paria que enseña, corrige exámenes de selectividad, evalúa artículos científicos y hasta firma dictámenes, forma a los futuros profesionales liberales de éxito. Nadie suele hablar de ellos más que para recordar las prácticas feudales que existen pero que no son siempre la norma y que, de darse, se dan ahora entre un personal altamente cualificado -a nadie se le exige estar en posesión de un doctorado para ejercer su profesión salvo al profesorado universitario- y pobremente remunerado. ¡Y son muchos los que se quedan en el camino! ¿Qué hay auténticos ineptos? Por supuesto, como jueces que redactan mal las sentencias, que condenan por contar chistes y médicos que sacuden al tribunal del Nobel por fingir éxitos en trasplantes de tráquea por no decir otras cosas. Profesor? ¡eso puede serlo cualquiera!

* Doctor en Filosofía por la Universidad de Salamanca. Profesor en la UIB